Los niños Kin-Der

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Edición original: Kin-Der Kids (Chicago Daily Tribune, 1906-07).
Edición nacional/ España: Los niños Kin-Der (Manuel Caldas, 2010).
Guión, Dibujo y Color: Lyonel Feininger.
Formato: Tomo rústica 40 págs.
Precio: 22€.

 

Decía meses atrás, al hablar de Dot & Dash, la extraordinaria obra de Cliff Sterrett, que volver a los clásicos reconforta y satisface. Sobre todo -como era entonces el caso y lo vuelve a ser ahora- si el clásico en cuestión pertenece a los albores del medio que amamos. La historieta, como cualquier arte, cuenta con sus arrojados pioneros y sus hitos madrugadores. Lamentablemente, su pobre consideración académica -que arrastramos aún, pese a los avances, tímidos, en su estudio- y sus fuertes ataduras empresariales, en beneficio de un mercado de masas, han relegado casi al olvido a aquellos nombres que avanzaron el lenguaje del cómic pero que, para su desgracia, nunca contaron con un extenso respaldo popular. Si las estrellas de la época -de McCay a Segar pasando por Herriman– lo tienen hoy día difícil entre un público poco amigo de bucear en busca de primitivos tesoros, imagínense el panorama para los autores cuyas aportaciones han sido menos reivindicadas.

Tal es el caso de Lyonel Feininger. Nacido en Nueva York (EE.UU.) en 1871, pasó su juventud formándose como artista en Alemania, Bélgica y Francia, donde entró en contacto con las vanguardias pictóricas. Iniciaría su carrera como historietista en varios diarios germanos hasta que el Chicago Daily Tribune le contrató para sus páginas dominicales en 1906. Para este diario creó Feininger sus dos reputadas obras: Los niños Kin-Der y El mundo de Wee Willie Winkie. Ninguna de ellas superó el año de publicación. Feininger probó por otros derroteros y se integró en el movimiento Bauhauss, fundado por Walter Gropius en 1919, con mejor suerte. Sus pinturas, deudoras de su breve experiencia historietística, alcanzaron entonces gran repercusión. Sin embargo, el auge del nazismo y la catalogación de sus trabajos dentro del “arte degenerado” le llevaron a abandonar el país y regresar a Norteamérica, donde moriría en 1956.

Acercarse hoy a Los niños Kin-Der supone un desafío: una ventana abierta a un mundo prístino donde (casi) todo estaba por descubrir (McCay había estrenado su Little Nemo in Slumberland menos de un año antes, por hacernos una idea); a un medio que experimentaba recursos gráficos y literarios a la caza de un dominio propio, sensible a las corrientes artísticas, lejos de la colonización actual de los usos cinematográficos. Feininger aborda la plancha, con sus descomunales dimensiones (45×62 cm en su formato sábana), como un campo de juego que retorcer a su antojo en pos de una expresión gráfica única como una huella dactilar. Tal afirma Rubén Varillas en la introducción, “[…] el exitoso expresionismo y cubismo que empezaba a inundar los lienzos de Europa también tenían un sitio en las páginas de los periódicos norteamericanos (al menos eso pensaba este estadounidense-alemán): personajes llenos de ángulos, tejados con bocas que parecían buhardillas, nubes y olas como cubos, viñetas de extrañas geometrías troqueladas sobre la página… Todo era visión dislocada en la obra de este tipo atípico”. Feininger escribe con dibujos, su narrativa no puede concebirse sin el uso del espacio, la caricatura extrema, las perspectivas abigarradas, el uso no naturalista del color (donde las caras pueden ser verdes y los océanos, marrones). La soterrada comicidad que desprenden sus criaturas prescinde, casi siempre, de la limpieza del gag para radicarse en la acumulación de elementos chocantes, como mascotas que comentan la jugada, peces que guardan en sus tripas latas de conserva o familiares fantasmales que se desplazan en una nube con el rótulo de “Propiedad Privada”.

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La propuesta de Feininger mantiene, más de un siglo después de su concepción, su fascinante rareza original, su imprevisibilidad. Cierto es que varios elementos son reconocibles, incluso para el lector descuidado: los continuos homenajes a Sherlock Holmes, las hijas de Pildorín ordenadas por estatura (como los hermanos Dalton de Lucky Luke), la bañera en que se desplazan los niños Kin-Der (que parece una reminiscencia de la cama del pequeño Nemo), el running gag de Daniel Webster siempre con un libro en las manos, etc. Pero no hay sensación de fórmula, de comodidad, sino de hazaña, de transgresión de límites expresivos. La gozosa libertad del artista se respira en cada disposición de página, en cada juego de palabras (atención al retorcimiento del lenguaje para simular otros idiomas), en cada solución gráfica audaz. Aunque parezca mentira, el paso del tiempo sobre Los niños Kin-Der no lo ha apartado de la vanguardia más recalcitrante que hoy, por ejemplo, podría suponer alguien como Olivier Schrauwen (autor de uno de los tebeos capitales de la presente década: Arsène Schrauwen). Algunos modos se han visto obviamente superados (como el orden de lectura -algo anárquico para los estándares actuales- de los bocadillos de texto) y, sin embargo, lo que impera es una frescura, un ardor expresivo, un énfasis crudo sobre las posibilidades del medio que nos atrapa sin remisión.

La serie arranca abruptamente, con los chavales navegando por el océano en su bañera en la plancha de 6 de mayo de 1906, y acaba de forma inesperada, durante su periplo ruso, en la plancha de 18 de noviembre de 1907. Entremedias, un buen puñado de extravagantes aventuras protagonizadas por una caterva de personajes desquiciados como Boca-Tarta, comilón irrefrenable que ríanse de Obelix; Teddy Enérgico, con fuerza sobrehumana capaz de romper cadenas; la tía Jim-Jam, con una botella de aceite de ricino siempre a punto; Sherlock Bones, el quejumbroso (y escuálido) perro de Daniel Webster; Japansky, un androide incansable mientras se le dé cuerda; y tantos otros. Especular qué habría sido de Los niños Kin-Der de haber continuado algunos años más con el beneplácito lector no conduce a nada, como es lógico, pero sí se advierte en las páginas de Feininger una progresiva consolidación de personajes y situaciones que podrían haber derivado en sagas ambiciosas y la introducción de nuevos personajes estrambóticos al elenco principal.

El portugués Manuel Caldas, con el gusto exquisito que le caracteriza, restauró en 2010 cada plancha realizada por Feininger de Los niños Kin-Der, así como un par de muestra de El mundo de Wee Willie Winkie. El álbum resultante, publicado al asombroso tamaño de 33×44 cms, es un imprescindible para cualquier aficionado de ley.

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  Edición original: Kin-Der Kids (Chicago Daily Tribune, 1906-07). Edición nacional/ España: Los niños Kin-Der (Manuel Caldas, 2010). Guión, Dibujo y Color: Lyonel Feininger. Formato: Tomo rústica 40 págs. Precio: 22€.   Decía meses atrás, al hablar de Dot & Dash, la extraordinaria obra de Cliff Sterrett, que volver a…
Guion - 8
Dibujo - 8
Interés - 10

8.7

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