Píldoras Nacionales 70: Entrevista a Hernán Migoya

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RESEÑA

Plagio. El secuestro de Melina, Hernán Migoya y Joan Marín; Norma Editorial; 272 págs., BN, 22 €.

Hernán Migoya, creador polifacético bregado en vivencias y disciplinas, proclive a la estridencia y la grosería, transeunte habitual de la más denostada subcultura, empezó con Olimpita una asociación con el dibujante Joan Marín a partir de la cual, paradójicamente, explorar espacios temáticos cotidianos que fuesen de interés social. Pero, si bien en Olimpita el material de trabajo era absolutamente ficticio y se echaba en falta, en su construcción, que la historia creciese en determinados momentos hacia adentro o hacia los lados, en Plagio todo es vocacionalmente real a la par que extremo y el resultado logra ser -al menos, para el que esto escribe- plenamente satisfactorio.

Como reza su coletilla, esta obra cuenta el secuestro de la actual esposa del guionista, Melina, en su Perú natal y en su época de estudiante universitaria. Un secuestro obra de unos aficionados y que en parte se fue improvisando sobre la marcha, muestra implícita de cómo es la vida en aquel país. Al poder contar con todo lujo de detalles, Marín y Migoya levantan un fresco de grandes dimensiones en el que nada falta ni nada está de más. La lectura es absorvente, el ritmo impecable y el anecdotario sobre el que se sustenta la trama tan rico y relevante que la impresión de verosimilitud acaba siendo justa conquista de esta prospección en el pasado. Y es que, aunque decíamos que Plagio está presidido por un acontecimiento extremo, las formas que nos lo presentan son vocacionalmente naturalistas y nos sumergen en el relato. Aquí no hay estridencias, pero sí saltos mortales. No hay efectismos, pero sí atajos icónicos. No hay truco, pero sí habilidad narrativa. Cámara en mano, a trazo suelto, de recuerdo en recuerdo, Migoya, Melina y Marín se alejan del papel para adentrarse en la vida. Se olvidan de los cánones narratológicos y así consiguen conjurar verdaderas memorías. Renuncian a perfilar para poder dibujar. Evitan aristas tentadoras, juicios sesgados, subrayados melodramáticos… y nos sirven un bocado de carne cruda.

Poco hay que decir sobre Plagio, mucho que gustar, porque si la apuesta era huir del cliché y lo artificioso, resta tan solo que el observador se deje llevar por la historia, con sus justas pinceladas contextualizadoras, la lucidez con la que se han escogido sus escenas y, sobre todo, esa caracterización de personajes ambiciosa y completa que nos hermana con ellos de principio a fin. Ni siquiera la riqueza de los juegos visuales que acomete Marín nos saca del relato, puesto que siempre casan tan bien con éste que, únicamente cuando tomamos distancia de lo narrado, nos percatamos de que esos juegos existen. En ocasiones bello, otras veces discretamente cómico o desmañado, VIVO, el dibujo de Joan Marín se pone al servicio del primer y único propósito de su guionista, que la experiencia de Melina logre pertenecernos a todos y así, tal vez, ella pueda mirarla de frente sin que sus ojos escapen hacia lo lejos, confortada por ese atisbo de comprensión que nosotros creemos sentir y le ofrecemos, tras haber plagiado su peripecia en nuestro interior.

ZN ENTREVISTA A… HERNÁN MIGOYA

Toni Boix: Es de todos conocida tu devoción por los relatos de género, aunque de un tiempo a esta parte también hayas encontrado tiempo para obras como Olimpita y Plagio, de vocación más testimonial. ¿Qué te ha impulsado a explorar estos territorios narrativos?

Hernán Migoya: Pues precisamente no terminar siendo un escritor/guionista/narrador de batallitas espaciales alejado de la sensibilidad de lo real. Como autor y persona me interesa abarcar el mayor número y variedad de emociones: a través de la experiencia directa y a través de otras obras. Para mí tiene tanta importancia el registro más exagerado e inverosímil como el más naturalista, pero obviamente también me interesa el naturalismo. Y este proyecto exigía que hilara muy fino a nivel sensorial, no podía correr el riesgo de dar ni una sola nota en falso.

TB: ¿Tienes conciencia de por qué, no ya sólo como autor, sino también como persona, te interesa abarcar el mayor número y variedad de emociones? ¿Algo que ver con el aforismo griego del oráculo de Delfos acerca de conocerse mejor a uno mismo y también conocer mejor eso que denominas “lo real” o es pura necesidad de meterse en piel ajena?

HM: Uf, esta pregunta tendría una respuesta inacabable ¡o mil respuestas! Básicamente: por causas diversas, desde niño y adolescente creí que nunca llegaría a cumplir los 30 años, que moriría muy joven. Eso creó en mí un hambre de experiencias y me impelió a vivir al doble o triple de velocidad que la mayoría de la gente, a meterme, como dices tú, en muchas “pieles ajenas”. No tanto por conocerme a mí mismo (no me considero tan interesante), como por asimilar el mayor número posible de vivencias y al mismo tiempo intentar entender las razones de los demás al hacer lo que hacen en las situaciones más extremas. En mi juventud leí muchísimo, y me hubiera dado mucha rabia morirme sin saber de primera mano qué es la vida. Sentía que a través de las películas, libros y cómics que devoraba no podía catar lo que era estar vivo de verdad. Así que me lancé a vivir con una voracidad que ninguna droga podría emular. Y, en consecuencia, eso es lo que trato de transmitir en mis obras: la vida de verdad, no la reciclada a través de otras lecturas.

TB: Me sorprende además que utilices términos tan concretos acerca de lo humano como “sensibilidad”, “emociones” o “sensorial”. ¿Es esa dimensión más visceral la que mejor crees que define a las personas?

HM: Sí. Esa dimensión o su ausencia de ella. Hace poco, leí en Contrapunto, la novela de Aldous Huxley, una definición brutal sobre D.H. Lawrence, un autor con el que me identifico muchísimo (por obsesiones y por su origen proletario, que lo convierte en un escritor lleno de rabia entre sus contemporáneos escritores, mucho más “pijos”, pero más aparentemente -sólo aparentemente- humanistas). Huxley decía que Lawrence sabía “leer las almas humanas”. Eso es lo que yo siempre he sentido al leer a Lawrence (hoy por hoy, no conozco a ningún artista que haya retratado con tal intuición el alma femenina) y es, de forma no premeditada, lo que yo intento en mi obra, que además sólo suele tener en común, creo, una fascinación sempiterna por la mujer. También comparto con él su anti-intelectualismo: la mayoría de falsos intelectuales de nuestra época usan la sabiduría (o la afectación de sabiduría, que no es lo mismo) como sustituto de su pene: la cerebralidad es el pene de los eunucos. Sartre es el Gran Eunuco del Siglo XX. A los falsos intelectuales se les suele descubrir porque nunca ejercen el sentido del humor, especialmente sobre sí mismos. La verdadera sabiduría nunca es 100% cerebral, eso lo sabe cualquier persona que no sea un farsante, por modesta que sea su experiencia vital. Sólo un gran genio puede ser casi exclusivamente cerebral, como Borges: a despecho de la vida, podría decirse.

Por eso nunca me identifiqué demasiado con el mundo cultural elitista: la mayoría de “eruditos” encubren con su supuesta sapiencia fuertes carencias vivenciales, el no atreverse a haber vivido más a fondo, una timidez enfermiza o el ser un cobarde social. Y optan por ganar respeto y atención de los demás a través del “prestigio” cultural. Yo odio todo eso, odio la apariencia de “gravedad”, la afectación de seriedad y trascendencia… aunque obviamente pienso que también debo abrigar graves carencias emocionales e inseguridades íntimas, porque si no, no me obsesionaría tanto el señalar ese punto concreto o ir de acusica. Pero, por instinto, efectivamente me gusta ir al fondo de las personas sin quedarme en los oropeles de la apariencia. Lo que una persona dice suele ser lo contrario de lo que es. Eso se aplica también a mí, claro.

TB: Después de lo que has dicho, me veré obligado a colar alguna broma en la reseña para no quedar en evidencia, tan proclive como soy a la afectación cuando escribo. De todas formas, me sigue resultando curioso que contemples al ser humano desde la simple dicotomía de animal (visceral, emocional) racional (intelectualidad), sin mediar entre ambos polos otras dimensiones suyas como su capacidad simbólica; facultad que precisamente tiende puentes entre las dos esferas que tú mencionas, le ofrece horizontes significativos a la persona y tiene un gran papel en el mundo del arte.

HM: La capacidad simbólica la tenemos todos los seres humanos, más allá de nuestra gradación entre los polos de la cerebralidad y el instinto -para mí la cerebralidad no corresponde exactamente a la capacidad de razonar, que no me parece criticable (es necesaria para mantener una sociedad dentro de los límites de lo civilizado)-, sino algo más parecido a la tendencia a la racionalización compulsiva, que puede disfrazar de razón lo que no es más que una compulsión fabuladora, vicio muy extendido en nuestro campo. Insisto: la razón no tiene por qué implicar elucubración verbal, de hecho suele evitarla. Asimismo, la necesidad de expresión creativa o artística se halla en personas de toda índole. Un ejemplo extremo sería para mí, en el caso del cómic anglosajón, un Frank Miller frente a un Alan Moore. Miller como hipervisceral, hasta el punto de que a día de hoy pretende convertir su propia personalidad en la de sus héroes, construyendo su yo con los materiales de sus mitos de ficción (cuando lo racional sería lo opuesto precisamente) frente a un Moore hipercerebral. Lo único que ambos tienen en común es que son más feos que Picio. Y que los dos son grandes, claro.

De todas formas, algo falla en mi teoría cuando me quiero identificar a toda costa con la perspectiva visceral y en cambio me salen en mis respuestas unas parrafadas interminables.

TB: Volviendo a tus obras de enfoque naturalista, por contraposición a otros trabajos tuyos como el reciente Nuevas Hazañas Bélicas, diría que una de las cosas que se observa en ellas es una cierta voluntad de comedimiento, cuanto menos si se compara con el gusto por lo excesivo que demuestras en tus cómics de género. ¿Has tenido que amordazarte a ti mismo para no quebrar el tono que le es propio a un relato de corte más realista o, por el contrario, Olimpita y Plagio te han permitido descubrirte a ti mismo como articulador de nuevas estrategias literarias?

HM: No, no he tenido que amordazarme. Simplemente, me adapto al tono de historia que tengo entre manos en cada momento. Me encantan los géneros y nunca voy a renegar de ellos pero, en el caso de Plagio, obviamente estaba lidiando con un material absolutamente verídico, por lo que no quería encorsetarme en un género concreto. Los géneros son perfectos para historias de ficción absolutas: si juegas a las convenciones de la sátira o a la hipertrofia de la comedia macabra, puedes hacer que estallen cien cabezas y conseguir una risotada en el lector. Pero en Plagio estaba contando una historia dolorosamente real y muy cercana a mí, protagonizada por mi pareja: debía conseguir que los lectores sintieran toda la miríada de emociones que Melina sintió esos días de encierro e incertidumbre, desde su miedo a su esperanza. Además, los géneros parten de convenciones narrativas, por tanto son puntos de vista reduccionistas respecto de la vida. Cada vez que veo una película o leo una novela donde reza la frase “Basado en una historia real”, me echo a temblar. Normalmente considero que todo es ficción, y las historias basadas en la realidad suelen ser doble ficción, porque utilizan convenciones de género, que son las herramientas menos adecuadas para aprehender la realidad. Me resulta insufrible ver Munich de Steven Spielberg, por ejemplo, que parece rodada como si fuera una película de Indiana Jones, con personajes de una pieza y estrategias de puesta en escena espectacularistas. La realidad no es eso. Ni siquiera los Informativos son la realidad: para mí, los Informativos son también ficción, probablemente elaborada para hacer creer a la gente que forman parte de algo que en realidad seguirá igual con o sin ellos. En el caso de Plagio, simplemente quise transmitir el mayor verismo posible, y para eso tienes que desnudarte de los clichés con que los géneros te vician como narrador.

TB: Suponía que este tipo de relatos te ha permitido explorar nuevas herramientas narrativas, pero por lo que dices casi se diría que tu opción ha sido la de renunciar a la narratología para mostrar sin contar. ¿Hasta qué punto es eso posible y de qué manera?

HM: Para mí, los géneros son medios idóneos de expresar ideas de forma más rápida y fácil. Si hago una historia de tiros, por ejemplo, puedo aislar componentes humanos particulares sobre los que me gusta teorizar: en concreto, en Nuevas Hazañas Bélicas exploro cómo todas las causas suelen ser mentira o, al menos, “reversibles” según las circunstancias… y lo único positivo que queda debajo es la valentía de cada cual, siempre que sea una valentía consciente de esa reversibilidad ética; y no una valentía estúpida, obcecada y dañina, porque entonces sólo queda el DAÑO, independientemente de la causa y el valor. Expongo ideas aplicadas a géneros de entretenimiento. Pero es que lo que se entiende por “realismo” no es más que otro género: el drama. En España además, quizá por tradición católica, al dramón se le confunde con realismo. Y yo con Plagio no quería ni una cosa ni otra, porque cualquier género presupone una mayor manipulación de los hechos narrados. Y aquí la realidad que servía de fuente de inspiración era tan directa, que tenía que quitar del camino las señas de circulación de cada género aplicable. O, por decirlo de otra manera, la “veta de realidad” de partida era de tal potencia y magnitud, que sólo tenía que volcarla al guión con el mayor naturalismo contemplativo, en efecto. Únicamente tuve que “fabular” en mayor medida la interrelación entre los secuestradores, basándome siempre en sus declaraciones judiciales: ahí sí que tuve que coger la lima de orfebre y graduar cada matiz. Pero la emoción surgida a través de personajes y situaciones está siempre encauzada por la propia riqueza de la historia, no por golpes de efecto o trucos impostados. O eso hemos intentado tanto Joan como yo.

A nivel metodológico, he tomado los trozos de realidad y los he compuesto como un director de cine en la sala de montaje, simplemente buscando que la “orquesta” que conforman esos trozos no desafine, sino que emita una sinfonía envolvente y fascinante.

Siento que lo fácil hubiera sido despertar fácilmente la pena y la compasión del lector hacia la “pobrecita” muchachita del Tercer Mundo que lo está pasando fatal… y explotar esa veta de “melodrama”. Pero ése no hubiera sido un camino ecuánime ni veraz. Además, Melina es una persona que nunca ha buscado despertar pena ni compasión. Es una mujer absolutamente hecha a sí misma, y ella jamás me hubiera perdonado un enfoque victimista y lacrimógeno.

TB: Dado que explicitas tu vinculación actual con la protagonista del relato, cosa que ya se muestra en la propia obra, te preguntaré: ¿desde que ella te explicó por primera vez lo que le había sucedido, pensaste ya que algún día contarías su historia o fue algo que surgió “de a poquitito”?

HM: Surgió “de a pocos” y por iniciativa de la propia Melina. La primera vez que me explicó la historia de su secuestro (y no solamente su secuestro: también las diferentes experiencias que, ya desde niña, tuvo con diversas manifestaciones violentas, como la masacre de sus vecinos en el Amazonas peruano), me cagué patas abajo. Aunque de extracto social bajo, yo soy un niño bien del Primer Mundo comparado con lo que uno se puede encontrar en el Perú. Mi relación con la violencia y el peligro hasta entonces era meramente vicaria, a través de películas, cómics y novelas… y algún trance infantil como espectador en las calles de mi pueblo. De repente, desde que inicié mi relación con ella, me he dado de bruces con la violencia real. En aquel entonces, pensé que Melina era una mujer que atraía los sucesos violentos y la tragedia, que tenía cierto magnetismo para los hechos de sangre, y concluí que estábamos condenados a morir por asesinato. Hasta tal punto me impresionó su historia. De hecho, si no la hubiera conocido a ella, probablemente jamás hubiera tenido una pistola apuntándome al pecho, como me ocurrió hace tres años. En cualquier caso, es justo: Melina me ha dado también la vida. Luego me di cuenta de que, como ella misma me propuso, escribir Plagio podía servir para que ambos exorcizáramos nuestros miedos.

TB: ¿Ha sido así o el miedo permanece?

HM: Yo soy una persona muy miedosa por naturaleza. Y el miedo suele ser un buen acicate para moverme a vivir nuevas experiencias. El miedo a la timidez es lo que me movió en mi juventud a ser un loco atrevido; y el miedo a estar equivocado en mis opiniones es lo que me hace intentar ponerme en la cabeza de todos los demás. Pero sí, ese miedo concreto permanece: yo sigo pensando que moriré en Lima. Y casi lo deseo, si esa muerte implica morir de viejo y retirado allá.

TB: Y recuperando eso que decías sobre que, desde que conociste a Melina, te has dado de bruces con la violencia real… ¿ha variado tu manera de concebir esa violencia y reflejarla en tus historias?

HM: Obviamente, mi concepto se ha enriquecido. Ahora distingo más entre una violencia de mentirijillas, la que se utiliza en videojuegos, literatura, cine y cómic de entretenimiento para obtener una catarsis en el espectador, de la real. Mi entorno social y familiar nunca fue violento, aunque sí bronco, pero vamos… Digamos que, como dice la propia Melina, ahora valoro ir por la calle en España sin tener que mirar hacia atrás por encima del hombro o poder preguntarle a un policía dónde queda una plaza sin miedo a que me saque una pistola y me pegue un tiro en la nuca.

TB: ¿Te tembló el pulso en algún momento a la hora de contar este relato considerando que pisabas terreno sagrado para personas que te son queridas?

HM: Me tembló el pulso a la hora de considerar si estaría a la altura de contar esta historia. Una vez decidí que sí, me di cuenta de que aceptaba el reto porque sentía que realmente estaba preparado para contarla. Me sentía tan privilegiado por el hecho de contar con tanta información de primera mano sobre lo que sucedió esos tres extraordinarios días de la vida de Melina, no sólo desde su punto de vista sino también desde el de su familia y sus propios secuestradores (a través de testimonios directos y de las transcripciones de las llamadas de negociación del rescate y de los interrogatorios policiales), que a partir de ahí, el trabajo sólo consistió en alejarme lo suficiente para no caer en la trampa fácil del sentimentalismo o de la manipulación emocional del lector. Quería que el lector sintiera la misma fascinación que yo al descubrir y manejar aquellos hechos ocurridos. Y para eso hay que proyectar tanto respeto a la inteligencia del lector como el que uno guarda para su propia inteligencia. No quería caer en el truquismo barato. El respeto hacia esas personas reales que conviven conmigo ya lo daba por asumido, con lo cual sabía hasta dónde podía pulsar mi enfoque de sus representaciones en el libro. Lo más difícil, en realidad, fue respetar la representación de los secuestradores y obligarme a no caer en maniqueísmos revanchistas.

TB: Antes decías que parte de tu propósito con Plagio era conseguir que los lectores sintieran toda la miríada de emociones que Melina sintió esos días de encierro y ahora nos dices que quieres que sientan la misma fascinación que tú al descubrir y manejar aquellos hechos. ¿Cómo casan ambas cosas?

HM: Porque mi propia fascinación pasaba por lo directamente que podía sentir lo que experimentó Melina, no solamente gracias a lo que ella me contaba, sino a toda la ingente información extra con que sus familiares me proveyeron. Ese privilegio de poder asistir en primera fila a una historia de tal dimensión emocional era lo que me urgía a intentar colocar sobre ese mismo asiento, en primera fila, a los lectores a través de la confección de Plagio. Y eso es algo que Joan y yo siempre tuvimos muy presente: que el lector lo sintiera todo desde esa primera fila.

Ponerse en la piel de Melina
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TB: En ocasiones tanto Melina como su madre tienen sueños premonitorios e, incluso, al principio del cómic Melina se encuentra con una aparición fantasmagórica que parece ser ella misma. ¿El peso que otorgas a estos espacios simbólicos deriva de las sensaciones que vivieron sus protagonistas en su momento u obedecen a un deseo por tu parte de dar entrada a cierto realismo mágico en Plagio?

HM: Lo que para nosotros es “realismo mágico”, en Sudamérica es “naturalismo cotidiano”. Hubiera estafado al lector y a mí mismo si no reflejara la REALIDAD de la sensibilidad peruana, y esa realidad pasa por la aceptación de lo sobrenatural. Los fantasmas forman parte del día a día de los peruanos, sean creyentes o no. Yo mismo he dormido en casas donde “penan” (habitadas por fantasmas) en pueblos remotos de la sierra andina, y te puedo asegurar que no es una experiencia agradable. Siempre que enfoco alguna cuestión, intento desnudarme de prejuicios, y para mí la perspectiva atea occidental también es prejuiciosa. Así que dejé a un lado mis propias convicciones y traté de describir lo que veía tal como lo veía, sin deducciones precipitadas o cínicas. Tanto Melina como su madre realmente tuvieron esos sueños premonitorios, así que me pareció interesante plasmarlos, no sólo por ser fiel a la REALIDAD, sino además porque me servía para advertir al lector español de que dejara a un lado sus convicciones preconcebidas, porque el mundo de Plagio, el mundo peruano, es diferente al mundo urbano convencional español.

TB: Aunque creo que sales airoso de esa empresa de resituar al lector, ¿no crees que es esencialmente imposible para el narrador el no tomar algún tipo de partido? Es decir, cuando escoges contar una cosa y no otra, y contarla de determinada manera, ¿no estás ya mostrando o partiendo de una determinada preconcepción de la realidad?

HM: Claro, por supuesto, así es. Y yo lo cuento distinto de cómo lo contaría otro guionista, y Joan lo mismo respecto de otro dibujante. Uno hace lo que puede en la dirección en la que cree que debe actuar. Y después están los imponderables y lo que uno no ve ni controla de sí mismo.

TB: El papel de la organización Sendero Luminoso resulta muy tangencial en la obra, hasta el punto de que se diría prefieres dar por supuesto que el público lector ya conoce lo suficiente sobre ella y apenas das pistas sobre su naturaleza. ¿Costó posicionarse de esa forma ante este y otros temas de la realidad peruana que permanecen en el trasfondo del relato?

HM: Me interesaba transmitir dos cuestiones ineludibles de la realidad peruana: la inseguridad ciudadana y la sensación de caos global en su vida civil, que atañe también a lo anterior, pero asimismo a muchas otras cuestiones de tipo atávico. Meterme en la temática terrorista relacionada con Sendero Luminoso hubiera implicado cambiar bruscamente de carril, porque el tema del terrorismo tiene demasiado peso y hubiera desviado en exceso la atención hacia un ítem poco trascendente en la crónica del secuestro de Melina. No me interesaba tratar tanto el trasfondo de la violencia organizada, del terrorismo o la impunidad política, como el de la violencia individual, casual, espontánea, a la que favorece la desorganización y la indisciplina de aquella sociedad. Esto puede parecer una crítica cruel hacia aquel tipo de modelo convivencial, pero en realidad ese mismo caos es el que genera que Lima sea una ciudad tan deliciosa para vivir en ella, tan proclive al hedonismo y al goce de los placeres inmediatos. Eso si tienes dinero para disfrutarlos, claro.

TB: En el tramo final del tebeo se diría que las vicisitudes de los secuestradores adquieren un tinte algo cómico, no sólo cuando implican al chofer Canchón, sino también cuando el “Negro” Hubert tiene que vérselas con la casera del piso en el que tienen secuestrada a Melina. ¿Son imaginaciones mías o realmente quisiste conferirle ese tono al desenlace de la historia?

HM: En el proceder de los secuestradores de Melina, y de muchos peruanos que conozco, hay un trasfondo absurdo, una especie de negación de la realidad que les lleva a adoptar posturas tragicómicas por puro empecinamiento. Por otro lado, quería que todos los personajes respiraran, fueran personas reales, para que no hubiera un desequilibrio entre tanta minuciosidad factual y los agentes de esos hechos. Por eso para Joan y para mí, la referencia del lenguaje manga era tan importante: el manga (como el cine Bollywood o la propia cultura popular y social peruana), permite pasar de un registro tonal a otro sin el pudor burgués y biempensante con que la cultura occidental afronta sus escenificaciones. Yo quería que el lector se sintiese desconcertado ante el cambio de momentos hiperdramáticos, casi trágicos, a otros momentos casi cómicos: porque ésa es la sensación que despierta el Perú a un visitante, donde se puede pasar de la rigidez más formal a la familiaridad más cómplice en cuestión de segundos. Los diarios sensacionalistas usan en sus titulares el calificativo “frío” como sustituto de muerto: lo cómico convive con lo lúgubre, y lo frívolo con lo dramático. Allí ves a un lado escenas desazonadoras, como los niños que te persiguen para que les ayudes económicamente, o estampas conmovedoras, como la persona que se desvive por hacerte sentir bien en su país, al lado de otras postales tragicómicas: como cuando uno sube a un autobús y se da cuenta de que hay el doble de viajeros permitidos porque el chófer borracho se saca un extra cobrando por su cuenta a cualquiera que quiera subir. Y entonces el autobús cae en una mala curva a un barranco y se muere la mitad del pasaje. Eso ocurre a menudo en el Perú e imagino que en cualquier lugar que no esté asegurado por el sobreproteccionismo del Primer Mundo. Es muy habitual que allí se te hiele un principio de sonrisa. Así que, en justa correspondencia, la paleta emocional usada en PLAGIO debía abarcar el mayor número posible de registros. De ahí también que Joan y yo renunciáramos desde un principio a ceñirnos a un género.

¿Delincuente vocacionado?
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TB: No he entendido bien, entonces, si cuando dices que para Joan y para ti la referencia del lenguaje manga era tan importante, te refieres únicamente a la facilidad de este tipo de cómic para variar de tono narrativo. ¿Es eso?

HM: Sí, para variar de tono narrativo, pero también de tiempo narrativo; y para quedarnos en los personajes el rato que haga falta, sin vernos arrastrados por el tempo occidental que suelen imponer los argumentos de tipo criminal. El manga proporciona narrativamente mucha libertad creativa y a ella nos acogimos.

TB: Otro tema que tratas con gran comedimiento es el del papel de las fuerzas policiales. Se evidencia cuando explicas que el dinero que pedían los secuestradores se le acaba entregando a la policía “por sus servicios”… sin recrearte en ello. Esa tensión que ahí se adivina entre lo que cuentas y lo que callas, ¿a qué se debe? ¿Respeto por la vivencia que tuvieron los padres de Melina del asunto o conciencia de que este cómic también llegará a Lima y es mejor no quedar enemistado con la policía peruana?

HM: Mi aproximación a este material, como te digo, se basa en el respeto. Para mí como occidental sería muy fácil poner el grito en el cielo y empezar a hacer acusaciones implícitas en la narración, sobre la corrupción, la violencia, el nepotismo, etc., como he visto que tantos autores occidentales hacen en tantas novelas gráficas sobre países “exóticos”. Pero para mí eso sería una falta de respeto a una realidad que no es la mía. En primer lugar, yo soy un privilegiado por el solo hecho de proceder de un país que pertenece al sur de Europa. Mi capacidad de compasión y mi sentido de la moral y la justicia están modelados por ese hecho ineludible: yo puedo denunciar porque procedo de un país donde ya hay unas garantías que en el Perú no se dan. Pero yo no quería hacer una apología de Occidente, porque me parecería algo obsceno. Tampoco quería caer en la típica postura conmiserativa del viajero rico que prejuzga todo lo que ve según le interesa a su sentido de culpa de ciudadano consentido. Recuerdo que en Aguas Calientes, el pueblo que hay bajo el Machu Picchu, me sentía muy desolado ante el panorama de pobreza que vi. De pronto, a mi lado, una turista estadounidense miró en derredor de aquellos tenderetes ruinosos, los niños pedigüeños y la miseria reinante, y exclamó: “Oh, how beautiful!”. Esa capacidad de la niña rica, hastiada de su burbuja occidental, que llega a un poblado miserable y a través de su mirada lo transforma en un “paraíso perdido” también me pareció repugnante. Plagio no es ni una cosa ni la otra: no quise caer en la mirada reaccionaria del occidental que considera un atraso la sociedad peruana (porque la sociedad peruana alberga muchas virtudes que la española ha perdido completamente debido al desarrollo occidental), ni tampoco en la compasión paternalista y condescendiente del que, con una visión de lo más simplista, cree que allí todo lo malo que ocurre es por culpa de los Estados Unidos y el capitalismo. Unos y otros, por cierto, resguardados por las garantías y leyes del mundo occidental y, pese a ello, en gran medida tremendamente infelices. Dudo que la mayoría de españoles gocemos el nivel de felicidad que he percibido en muchos peruanos.

En manos de la policia
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TB: Se diría que esta opción distanciada y no juiciosa que adoptas nace, en parte, del que es consciente de que no puede aprehender toda una realidad o que, como mínimo, sería muy complejo el exponerla de forma adecuada. ¿Coincidirías con Samuel Fuller cuando decía en una entrevista que le hicieron en Dirigido por que el cine refleja la superficie de la realidad y el cómic la superficie de la superficie?

HM: ¡Ja ja ja ja ja, qué gran frase denigratoria! Yo creo que Fuller se refería a los cómics de Neil Gaiman, no a los míos.

TB: Volviendo sobre el tema de los secuestradores, casi diría que te esfuerzas por dotarles de humanidad, en especial a Toño y su hermano. ¿Deseo de atenerte a la realidad de lo sucedido o convencimiento de que cosas como lo que le ocurrió a Melina tienen un fuerte componente estructural en una sociedad de desigualdades como la que pareces retratar?

HM: Para mí, humanizar no significa excusar: quiero decir que mostrar a los secuestradores como personas con matices, con sentimientos ambiguos y sin trazos de brocha gorda, no implica que justifique su actuación delictiva y moralmente repudiable. Para mí sí supuso un auténtico reto construir la personalidad de cada secuestrador en base a sus propios testimonios y modelar el grado de sus demonios internos: ¿hasta qué punto todos los implicados asumieron motu proprio la malignidad de sus actos? Mi conclusión es que hubo al menos dos de ellos que fueron completamente conscientes de lo abominable de su proceder, pero también expongo sus caracteres, en el grado en que he podido reconstruirlos o recrearlos, para que el lector llegue a sus propias conclusiones.

Asimismo, paradójicamente, convertir a los secuestradores en villanos de opereta, hubiera alejado la obra de esa sensación de realidad que buscamos todo el tiempo.

TB: ¿Por qué optaste por incluirte en el epílogo de la obra? ¿Simple voluntad de figurar o conciencia de que era vital para la historia el ubicar a su narrador en algún momento?

HM: A diferencia de tantos otros autores de cómic, yo jamás he escrito una novela gráfica autobiográfica, así que no creo que se me pueda achacar “voluntad de figurar”. A nivel personal puedo ser, como dicen en Lima, muy figureti o gustarme mucho la “peliculina”, pero no siento ninguna necesidad de incluirme en mis obras, como comprenderás, precisamente porque soy muy ambicioso cuando las concibo y pretendo que me sobrevivan muchos años por méritos propios. Si introduje mi “personaje” en Plagio fue porque quería transmitir no sólo mi involucración sentimental en la historia y hasta qué punto ello podía afectar o no al punto de vista narrativo, sino sobre todo porque necesitaba demostrar a los lectores que con esta extraordinaria historia, ni Joan ni yo nos habíamos “montado una película”, sino que lo que explicamos era muy real, demasiado real. Por otro lado, situaba así al “narrador” como un enamorado de Sudamérica, lo cual me permitía distanciarme de lecturas sesgadas o prejuiciosas. Además, sentía la necesidad de expiar mis propios fantasmas al convivir tanto tiempo con la violencia del pasado de Melina y la propia violencia que yo viví durante mi estancia en Lima.

TB: De todas las razones que expones, la única que diría evita el subrayado innecesario es la que se refiere a tus fantasmas y, de hecho, con esa bella ilustración final, creo que incluso logras –llegados al cierre de la obra- aportar un quiebro de última hora a lo narrado que obliga a replanteárselo todo. En esta vida, ¿existen los finales felices o tan sólo existen las treguas?

HM: Bueno, si eres creyente, evidentemente crees en los finales felices. Yo no soy creyente, así que sólo espero treguas hasta el gran final, ya no infeliz, sino indiferente a mis cuitas. De hecho, mi papel humano es aún peor: aunque el Dios cristiano existiese, yo no creería en él. No es que no crea en su existencia: es que no creo en él. Por lo tanto, poco podría creer que me tuviera asignado un final feliz.

TB: Bueno, quedaría por saber si Él cree en ti, pero ya que lo traes a colación y dado tu “historial delictivo” de “ComicSario”, ¿te resultó complejo retratar la vivencia espiritual de la familia de Melina?

HM: Tu primer comentario, expresado sin un ápice de ironía, denota mucha valentía por tu parte, porque sabes bien que nuestro mundillo cultural, especialmente el del cómic, el cine y la literatura -y especialmente el barcelonés- no abriga mucho respeto y más bien trata con considerable menosprecio y desdén a todos los que sois católicos creyentes y practicantes.

En lo que a mí respecta, me considero ateo. Pero no siento que sea por convicción, sino más bien lo siento como un rasgo de carácter heredado. Sencillamente, no encuentro la lógica a intentar proyectar e imponer una horma moral sobre un mundo y una Naturaleza que no se rigen en absoluto por ningún código moral.

Sin embargo, intuía que proyectar MI esquema mental de ateo occidental -por tanto, un esquema cultural- sobre la visión religiosa que mis suegros tienen de la vida sería como pintar un cielo azul de Miró sobre un cuadro de Velázquez: un emplasto intragable. Además, era muy consciente de que no tenía ningún derecho a juzgar la religiosidad de los padres de Melina: el objetivo de Plagio no era ése. Para realizar un fresco fiel sobre la personalidad de ambos padres, tenía que respetar la plasmación del hecho religioso tal como ellos lo entienden (porque además, así también lo entiende una gran mayoría de peruanos), con respeto y sin impertinencia. No me resultó un trauma y creo que salí airoso del empeño, a juzgar por lo que me comentan mis lectores peruanos. Ahí donde me ves, en el trato personal soy muy respetuoso con todas las ideas. En un plano abstracto, puedo ser implacable, sí, porque me encanta discutir y llegar a conclusiones mediante la confrontación directa de posturas. Pero a nivel personal, lo que me importa es la persona y entenderla.

TB: Ya para acabar y respecto al trabajo de Joan Marín, ¿tuviste algo que ver en las modificaciones que ha introducido en su grafismo desde Olimpita o le dejaste plena libertad en lo que se refiere al acabado estético de Plagio?

HM: Sólo conversamos sobre la necesidad de incluir el mayor número de registros emocionales posibles, y ello naturalmente pasaba por adoptar el estilo más suelto que Joan pudiera asimilar. A partir de ahí, obviamente, él decidió cuál sería ese estilo, el que consideró más conveniente, y todo el resultado gráfico es, claro está, mérito único suyo. Joan es increíble: tiene un increíble talento y una impagable capacidad de esfuerzo y sacrificio. Dibujar las 250 páginas de Plagio no es una tarea fácil ni deseable. Ha hecho un trabajo maravilloso y me ha demostrado que el día que no trabajemos juntos, será porque él no lo desee.

TB: ¿Por qué dirías que, para incluir el mayor número de registros emocionales posibles, era necesario adoptar un estilo cuanto más suelto mejor?

HM: Porque si el dibujante de Plagio estuviese sujeto a un solo estilo concreto y reconocible, obviamente sólo funcionaría en base a los tonos que mejor se le da dibujar. ¿Cuál es la obra que prefieres del gran Jordi Bernet? Claramente, la que está más regida por el género negro. Lo bueno de Joan Marín es que domina muchos registros y, es más, adapta su abanico de opciones expresivas a lo que la obra demanda: no impone un ÚNICO estilo gráfico sea cual sea la obra. Yo trabajo igual: busco un tono o una paleta de tonos narrativos según el proyecto en que me embarco. No soportaría que mi obra fuera siempre la misma batallita reconocible: ése es el atajo más corto para terminar siendo como autor una caricatura de ti mismo.

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Raúl López
Admin
26 abril, 2012 14:49

Enhorabuena por la reseña Toni como siempre una delicia. En cuanto a la entrevista, Sr. Migoya en caso de segundas ediciones proponga q la entrevista vaya incluida en la obra porque es una autentica maravilla. Se lo digo no como miembro de ZN sino como alguien q estaba muy interesado en esta obra y al q la entrevista le ha servido para conocerle mejor a usted y a la historia. Gracias a ambos por lo mucho q he disfrutado de su lectura.

davis
davis
Lector
26 abril, 2012 17:23

Cojonuda la entrevista, tenía ciertas dudas de comprar esta obra pero me las ha quitado de un plumazo, como español de pareja peruana enamorado de Perú y que ha transitado y que transitará de nuevo cuando las cicunstancias lo permitan por Lima (principalmente el extrarradio por Villa El salvador si Migoya lee esto sabrá de donde hablo…) y otras zonas del Perú incluidos ciertos pueblos perdidos del altiplano andino me he sentido muy identificado y muy de acuerdo con mucho de lo que comenta Migoya en esta entrevista y aquello que tan bien ha reflejado de sus gentes en aquello del «sentir peruano»

David Fernández
27 abril, 2012 0:34

Una vez más, enhorabuena, Toni (y a Hernán por lo interesantes que resultan sus respuesta, también). Lujazo de entrevista.