Viaje a Italia

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Edición original: Voyage en Italie. Édition intégrale.
Edición nacional/ España: Planeta DeAgostini.
Guión y dibujo: Cosey.
Color: Cosey.
Formato: Novela gráfica.
Precio: 12’95€.

 

Cosey es el seudónimo de Bernard Cosandey, nacido en Suiza en 1950. A pesar de llevar en el mundo del cómic desde 1970, es conocido únicamente por un puñado de obras: Jonathan, que empezó a serializar en la revista Tintin en 1975; En busca de Peter Pan; Saigón-Hanoi; o la que hoy nos ocupa, Viaje a Italia, que tras cuatro años de trabajo, ve la luz en 1988, consagrándole internacionalmente.

Arthur J. Druey, un veterano de Vietnam, trata de superar las secuelas del combate en compañía de su mejor amigo, Ian Fraschetti. Durante una estancia en Italia visitando a los parientes de este, se encuentran de nuevo con Shirley Muir, la chica de la que ambos estuvieron enamorados y que ninguno ha podido olvidar. Shirley trae consigo a Keo, una niña tailandesa que sueña con vivir en Norteamérica.

Viaje a Italia es de esas historias que, en apenas 100 páginas, aportan una cantidad increíble de información, de detalles, de emociones, pero de forma tan natural que nos dejamos llevar, sin apenas reparar en ello. ¿Cómo lo consigue? En parte, con texto y gran número de viñetas (estamos hablando de una media de nueve por página, pero las hay hasta de 16) y con un estilo más cercano al trazo nervioso de Hermann que a la pulcritud de Giardino o Juillard, pero, sobre todo, con una sofisticada técnica narrativa basada en el encuadre analítico.

Tomemos, por ejemplo, la primera página. Se abre con una pequeña viñeta vertical donde la luna y las estrellas se reflejan en el océano. En el siguiente cuadro vemos una barcaza en sombras, donde sólo se distingue gente apelotonada y una bandera blanca en el margen superior izquierdo, dejando el resto para el agua y un trozo de cielo negro. En la tercera y última viñeta, la balsa sobresale por encima del margen derecho, invadiendo la anterior, rebosando para mostrar, con detalle, a los pasajeros. Es, aparentemente, la forma contraria en la que debería representarse. La segunda viñeta es mucho más grande: los viajeros cabrían perfectamente sin salir del cuadro. El tamaño de la tercera es el que –parece- habría sido el adecuado para recoger la acción de la segunda viñeta. Sin embargo, la elección no está motivada por el efecto cinematográfico tan buscado en la actualidad, sino por la manera más eficaz de transmitir una sensación. Y la pequeña embarcación en un mar extenso, ajeno a referencias geográficas, nos evoca esa idea de viaje a ninguna parte, sin otro destino que escapar del lugar de origen. Y cuando sólo vemos personas apiñadas que ni siquiera la viñeta puede contener, nos golpea el hacinamiento de esos seres humanos mucho más efectivamente que en el típico plano panorámico o el también común plano de detalle de rostros con la mirada perdida. Además, la forma en que están situados los elementos de atención (la luna en la primera viñeta; la balsa en pequeñito en la segunda; la balsa en detalle en la tercera), en un arco descendente, vuelve fluida la lectura, dejando que la sensación penetre en nosotros naturalmente.



Así pues, las ilustraciones no son elementos estáticos, más o menos descriptivos, sino que deben “leerse” para desentrañar lo que ofrecen. Podríamos poner cientos de ejemplos. En la página 44 la moto de tres ruedas en que viajan los protagonistas queda apuntando hacia abajo en la primera viñeta, llevándonos de forma natural hacia la segunda, donde Arthur y Keo caminan entre las rocas, y entonces debemos volver otra vez la vista arriba, donde ambos transitan sobre un puente de rocas como un barranco sobre el mar plácido. El mero movimiento de los ojos por la página transmite maravillosamente esa sensación de altura y, a la vez, de recorrido abrupto, de “expedición” infantil (lo es, para Keo). Cuando volvemos a bajar para verlos charlar en las dos últimas viñetas la sensación que tenemos es que nosotros también hemos hecho el camino y, ahora, descansamos con ellos.

Hay también, claro, otros recursos -digamos- habituales (plano-contraplano, imitación del papel fotográfico para unas instantáneas familiares, sucesión de viñetas idénticas donde cambia la cara del personaje al recibir una noticia, fractura del mismo espacio en dos viñetas sucesivas, etc.), pero la fuerza del autor radica en el enfrentamiento constante (y a todos los niveles) entre elementos opuestos tanto a nivel formal como significativo. Y así, tras un plano general se inserta un primer plano, a un recuerdo alegre sigue uno doloroso, a una composición en horizontal sigue otra en vertical, a una persona de frente otra de espaldas, a un hombre un niño, etc. Abriendo el libro al azar seguro que el lector es capaz de encontrar sus propios ejemplos. Sin embargo, esta disposición no es, para nada, forzada ni llamativa. Es probable que en una primera (o segunda) lectura la pasemos por alto y sólo seamos conscientes de una especie de “desestructuración” que atribuiremos a que el protagonista es un veterano del Vietnam con pesadillas recurrentes. Es decir: lo achacaremos a la trama y no a la pericia de Cosey.



Y, sin embargo, la composición de página encierra mucha sabiduría. Aunque se eviten concienzudamente los elementos simétricos (páginas como la 5 o la 94 son, claramente, la excepción), se puede observar un cuidado por la proporción en todas y cada una de las planchas, pero no en el rango más frecuente de 3×3 sino en uno muy superior (4×4 o más). Baste reparar, por ejemplo, en que el tamaño de las calles es invariablemente el mismo. Mención aparte merecen las páginas finales, donde el autor juega con el corte de la hoja para conseguir una emoción inesperada. La página que cierra el libro, de hecho, es tan hermosa, que es imposible evitar un escalofrío ante su simple visión.

Otro aspecto reseñable es la cuidada documentación, que nada tiene de costumbrista o de deleite paisajístico, sino de marco necesario para los personajes, aportándoles verosimilitud. Si nos detenemos en determinados pasajes, resulta evidente la cantidad de horas empleadas en la recuperación de detalles de todo tipo, desde enclaves concretos como un puerto de mar (donde aquellos que conocemos cómo eran hace unos años podemos rastrear recuerdos de nuestra infancia) a las cajas de zapatos de una tienda o los juguetes de la habitación de Keo (¡con el impagable castillo de Grayskull!).

La trama en sí no es excesivamente original (ya sabéis: chico conoce chica, etc.), pero sí contada con exquisita delicadeza, sin exhibir los aspectos escabrosos de las experiencias traumáticas (y hay unas cuantas); tan sólo sus consecuencias. El punto de vista es netamente masculino, con los dos hombres protagonistas interrogándose sobre el misterio femenino y otros rituales de iniciación a la vida, pero evita el maniqueísmo gracias a la primera persona, que convierte la sucesión de anécdotas en un viaje en el que todos podemos participar. No hay buenos ni malos en esta historia. Sólo gente que se esfuerza por seguir viviendo como única recompensa.

En 1993 Ediciones Junior S.A., perteneciente al grupo Grijalbo-Mondadori, se encargó de publicar Viaje a Italia en España dentro de su colección Trazo Libre, en dos tomos que, uno al lado del otro, completaban una bellísima ilustración en dos partes. Descatalogada durante varios años, Planeta DeAgostini la recuperó en 2008 en un volumen especial BD, siguiendo la edición integral de 2001 que añadía cuatro páginas de bocetos y explicaciones del autor.

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Javier Agrafojo
Nací siendo muy pequeño en Galicia y luego en Madrid fui creciendo hasta una complexión ordinaria. Entretanto, mi mente se volvió una turbulencia de Shakespeare, Lennon, Tarkovski o Superman que me ha llevado por extraños derroteros, incluyendo el periodismo económico y la presentación de actos en el Ritz. Cumplido el tercer año en Zona Negativa, aún sigo sorprendiéndome del cariño y la afición de mis lectores, la verdadera razón de ser de todo esto.
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Retranqueiro
Retranqueiro
Lector
28 enero, 2013 10:24

Otro tesoro a descubrir. Las páginas que adjuntas en la reseña son una maravilla.

the drummer
the drummer
Lector
29 enero, 2013 17:14

uff! que buena pinta que tiene; muchas gracias de nuevo, javier, por desenterrar estos pequeños-grandes tesoros para nosotros.

Ataúd Johnson
Ataúd Johnson
Lector
29 enero, 2013 18:38

 Apuntada queda Javier. No me resisto a estas historias, encima en Italia y con el castillo de Grayskull que me regalaron un año para los reyes!!

Retranqueiro
Retranqueiro
Lector
10 enero, 2014 8:50

¡Vaya! Hace casi un año de esta reseña…

Me paso para contar que el otro día me encontré este tebeo en la librería y lo me lo llevé a casa. Ayer noche lo acabé de leer. Y, una vez más, no me queda sino agradecerte que me hayas descubierto
una joya que, de otro modo, me hubiese pasado inadvertida.

Completamente de acuerdo con todo lo que dices en el artículo, especialmente en la habilidad narrativa de Cosey; excelente, aunque (y poniéndome pejiguero) con un par de lunares: hay dos momentos en los que para guiar la lectura se ve obligado a recurrir a colocar unas flechas en las viñetas. Que, a lo mejor, suena a tontería pero para mí eso es un fallo. Y, aún así, lo resuelve con elegancia haciendo que la flecha sea el propio marco de la viñeta. De todas formas, no deja de ser una falta leve que, además, deja de tenerse en cuenta cuando se llega a las dos páginas finales. ¡Qué maravilla de páginas, joder!

Y la historia. O mejor, el cómo está contada. Con naturalidad, con detalles, datos y diálogos que parecen anecdóticos y que van cobrando fuerza según avanza el relato: las cicatrices de Ian, la aparentemente inocua rivalidad de los dos amigos, «escoger entre el bueno y el fuerte» (me encantó esta frase, sobre todo cuando al final el bueno se revela como el fuerte y el fuerte resulta no serlo tanto -o eso me pareció a mí-). Y esa Shirley Muir de la que es casi imposible no prendarse.

Lo dicho. Gracias una vez más, Agrafojo.