Relatos Héroes: Ciudad de sueños por Daniel Xove

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Nueva York es una ciudad que se mueve al ritmo de un corazón propio. Sus venas palpitan al morse de miles de zapatillas roñosas salidas de algún metro vagabundo. Cientos de tacones altos de mujer soltera, de zapatos ejecutivos de betún en despachos blancos y oficinas halógenas. De pies desnudos que bailan en el parque intentando sembrar monedas. De mocasines del profeta urbano y del niño extraviado. Recorren los pasillos grises de una ciudad con síndrome de Estocolmo que no ha aceptado aún el haber nacido. Nueva York respira en amplias bocanadas de humo que se agrandan y exhalan por los cañones de acero a un cielo más lejano y más harto. Una ciudad que recorre la espina dorsal del rascacielos impertinente y mira a los ojos a su Atlas esquizofrénico.

La mujer del ascensor se moría de ganas de fumar y yo podía notarlo claramente, pero en ese momento no supe qué me pasaba. Mi sensación (siempre son sensaciones) fue asociada por mí a un sentimiento de empatía inconsciente y punto. Al fin y al cabo, yo sabía lo que era morirse por un cigarro. Pero en el piso 3 pasó algo raro. El sentimiento inicial fue aquél que llegué a conocer tan bien más tarde: una flecha de aire, de un aire helado, me atravesó el cráneo y me retorció las córneas. No debí hacer nada raro porque la mujer no hizo ningún gesto, pero juraría que me puse a gritar como un poseso atrapado por el dolor. Lo siguiente fue un olor a nicotina. Nada más. Un olor leve a nicotina y una perfecta normalidad. Sin más aviso me descubrí flotando sobre una figura hecha de vapor, una versión borrosa de mí mismo, de la mujer y el ascensor, y el olor a nicotina se acrecentó. De las paredes ondulantes rezumaba un zumo fantasma que resbalaba por la espalda del ascensor, expirando largas columnas de humo negroide al tocar el suelo. Sin embargo pasó algo curioso: en medio del asco pude sentirme más fuerte y más pleno. En una característica indescriptible de mi propia naturaleza, el horror y el miedo propios se me descubrieron como algo natural. Más natural que levantarme cada mañana. Más natural que mis cuatro comidas diarias.

Y desde luego más natural que las estatuas ocres que temblaban como hojas de humo bajo mis pies.

¡De vuelta a mi cuerpo quise golpear a la mujer en la cara con el puño cerrado! Podía comprender, incluso en esa primera experiencia, que era ella quien estaba produciendo aquél hedor a nicotina. ¡Lo notaba en las tripas y en la lengua, en el pecho hinchado y el cuello dolorido! El mono recorrió mi espalda como un cadáver molesto y se coló en mi nuca, me clavó unos dientes de aguja en el trapecio. Hincó mi pecho de angustia. En aquel momento debí hacer algo, porque la mujer me miró con cara de miedo y susurró.

Quise devolverle una mirada espantosa pero el ascensor llegó a su piso, se bajó, y todo se volvió a poner en orden.
Y esta fue mi primera experiencia. Debería ponerle nombre a esa capacidad mía para sentir cosas, pero sólo es “sentir”, no podría llamarlo de otra forma sin sentirme anormal.

De algún modo no sentí aquél episodio como algo extraño. Quiero decir, claro que nunca había alucinado de esa forma, o no al menos de forma espontánea, pero sin embargo no me sorprendió, y en ningún momento me planteé la idea de mi propia locura. Más bien lo asocié a recuerdos vagos e indefinidos de mi infancia y a una forma extraña de percibir las cosas que siempre estuvo ahí para mí.
A l largo de dos semanas me ocurrió cuatro veces más, con personas bien distintas en lugares sin nada en común. Pronto comencé a pensar en que estaba desarrollando una suerte de habilidad telepática muy retorcida. Podía empatizar con los sentimientos primarios de la gente y magnificarlos de tal forma que casi me destruyesen y, sin embargo, salir del paso sintiéndome después más entero y más feliz en esa autodestrucción, como si me acercase más a mi verdadera naturaleza.

Estando así las cosas, comencé a buscarlo. Ya no quería encuentros fortuitos y casuales con esa descarga emocional. Quería poder programarlo y recogerlo a voluntad para disfrutarlo. Estaba casi seguro de que no hacía daño a nadie, y a medida que lo probaba podía sentirme mucho más feliz. De algún modo (y perdón por la pedantería) había descubierto una nueva forma de onanismo intelectual, pero mucho más fuerte, más singular, más culpable y, por todo esto, mejor y más gratificante. Y era sólo mío.

“¡Eh!”

Bueno, esto sucedió una noche. Escuché un

“¡Eh!”

Ya llevaba casi un año buscando estos sentimientos de otras personas, y mi técnica se había vuelto lo suficientemente profesional como para abarcar las experiencias en bruto de varios sujetos a la vez. Claro que nada me había preparado para esa noche. No me había planteado lo que podía pasar.
Como decía, estaba en mi cama y escuché

“¡Eh!”

Me levanté, con calma, y agarré un flexo a modo de bate.

“¡Eh! ¡Eh!”

El sonido venía de la cocina.

“¡Eh!”

Pero en la cocina no había nadie.

Noté la conocida flecha de aire y el pecho hinchado. El pecho siempre se me hinchaba cuando experimentaba con los sentimientos ajenos. Y aquél
“¡Eh!”…

De pronto resonó como un eco en mi cabeza.

“Ya está”. Pensé. “tenía que acabar pasando”.

Veréis, siempre lo había pensado, que en algún momento los animales también me hablarían. Me había ocurrido hacía una semanas, delante de un bar, sentir el pecho hinchado y un muy vago sentimiento de tristeza al pasar por delante de un caniche varias veces. Aquello me había cuasi-confirmado mi sospecha, ya ahora estaba seguro de que aquél “¡Eh!” tan monótono tenía que venir de algo sin apenas capacidad cerebral que habitaba mi cocina. Quizás una cucaracha. Siempre tuve cucarachas en la cocina. Y las cucarachas me parecían el tipo de animal cuya experiencia continua podía ser un “¡Eh!” cansino.

Pero claro, me equivocaba. Seguí el grito como si este tuviese un olor propio y fui a dar al cajón de los cubiertos. Una vez abierto el grito se volvió insistente y sonoro, y mi pecho llegó a hincharse tanto que aquello parecía un tumor. Tuve miedo, claro está, y en medio de mi miedo lo vi todo claro.
Supe de dónde venía aquél quejido. Mi pecho se calmó y el grito se hizo más débil. El cucharón me hablaba.

Claro está, no me “hablaba” exactamente, pero saqué de él todo lo que pude sacar de un cucharón. Y reíos si queréis, pero sabed que los cucharones se sienten infelices con su propio cuerpo. Y bastante inútiles también.

¿Qué podía hacer? No con el cucharón, claro está, sino conmigo mismo. Aquélla habilidad mía acababa de dar un giro inesperado: de pronto me veía capaz de experimentar el sentir general de las cosas inertes. Más allá de lo maravilloso de descubrir consciencia detrás de lo inconsciente, realmente la idea me daba miedo. ¿Qué ocurría si se convertía en costumbre? Podía aceptar un cucharón, pero, ¿y si toda la casa se comunicaba conmigo? ¿Y si iba a más, y me hablaba el edificio? ¿Y Nueva York? Como ya he dicho, es una ciudad que se mueve al ritmo de un corazón propio. Es una ciudad viva. Y una ciudad viva podía hacerme mucho daño.

Por no hablar de la sensación de estar siendo vigilado por las cosas inertes. Apenas podía dormir, pensando en si mi cama percibía mi existencia.
Y me volví loco. Me volví loco de remate y así sigo, aunque soy feliz. No sólo las cosas me hablaban, y no sólo me hablaban al unísono, sino que con el tiempo me era más difícil no dejar entrar a más y más gente en mi pecho, toda hacinada al mismo tiempo prestándome sus sentimientos más fuertes, sus pesadillas más decadentes, sus placeres más carnales. Todos al mismo tiempo. Y en medio de todo esto, la máquina de café gritaba, las manecillas del reloj chillaban. El pomo de la puerta lloraba y la puerta se reía. El tedio de los lapiceros, las gotas colmando vasos. ¿Veis? Loco.

Dejé el trabajo a medida que la migraña crecía y los vómitos eran cada vez más frecuentes.

No salí de casa, pronto tampoco salía del salón. Y así llevo meses sin lavarme ni afeitarme. Meses sin probar comida o a agua porque, de algún modo, son cosas que no me hacen falta. Tengo a toda una ciudad que sueña con comida y agua y sus sueños me nutren. Mis cosas me hablan, pero las dejo en paz. Algunos objetos son crueles, como la televisión, que me muestra cosas que no quiero ver, o el teléfono, que me engaña, me dice que me llama mi padre, o mi novia, pero sé que es mentira. Mi padre ha muerto y ya no tengo novia. Pero, como digo, a pesar de todo tengo el miedo y el odio y todos los otros sentimientos enfermos de una ciudad entera y me vale para ser feliz. Puedo perdonar a mi televisión o a mi teléfono porque no pueden empañar mi estado natural: soy el hombre que siente a una ciudad morirse de asco.

Desde mi balcón llevo meses viendo a una Nueva York loca. Una masa gris con sueños recurrentes de llamaradas sanguíneas que surgen del cielo, de torres negras llenas de gasolina, que de pronto se desmoronan y explotan llevándose todo por delante. La ciudad de las heridas y el amor, con sus huesos enterrados en las cabinas de teléfono del parque y en los barrios deprimidos. Respira por siete orificios del tamaño de un cráter un gas tóxico y, como yo, disfruta con el dolor y el miedo continuo en su pecho hinchado. Nueva York es un gigante torpe que camina sobre el vacío, su maltrecha espalda de asfalto agrietada por el azote de las correas metálicas. Y sus sueños corren por su espalda como un líquido precioso. La sangre de Nueva York son sus sueños. Sus sueños cada vez más fuertes y más destructivos. Sueños que se clavan y te miran a los ojos.

Sus sueños, que van a más. Hace dos días tuvo el peor de todos.

Hace dos días, tuvo un sueño y tanto ella como yo (¿ella? Nueva York es mujer. ¡Una mujer deforme!) tenemos miedo desde entonces. Soñamos pesadillas. Con La Bomba. Y con La Bomba se acabaron los martirios felices y los juegos de dolor inocentes. Con La Bomba viene el miedo real y pavoroso, y el pavor explota en llamaradas blancas.

Una vez más, suena el teléfono pero no pienso cogerlo. Como he dicho, me gasta bromas pesadas. Últimamente dice que puede ayudarme y ya hasta se ha puesto un mote.

Dice que se llama Sylar. ¡Ja! Como si no supiese que Sylar es una marca de relojes.

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Raúl López
Naci en Sabadell (Barcelona) en 1978 aunque siempre he vivido en Barbera del Vallés. Mi afición por los cómics de superhéroes se comenzó a gestar en el momento en que mi profesor de EGB, Joan, me dejó algunos números de Clásicos Marvel que contenían las historias: La muerte del Capitán Stacy, La muerte de Gwen Stacy y La última cacería de Kraven. Desde ese momento me convertí en fan absoluto de Spiderman y por extensión de Marvel Comics. Con el paso de los años aprendí a paladear el buen cómic sea cual sea la editorial, el personaje o autor. En 1999 fundé Zona Negativa como el rincón donde hablar de aquello que me apasionaba, el resto es historia.
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Ric
Ric
15 noviembre, 2007 20:14

Un aplauso para la presentación del hermano de Jack Hawksmoor.

El crítico
El crítico
15 noviembre, 2007 20:40

Mira,Ric,no quiero seguir con nuestra deisputa personal pero(y sin ofender,de buen rollo,por curiosidad y rezando porque no me pongas verde cuando me contestes si es que lo haces)¿que literatura te gusta a tí?Porque parece que todo es inferior leyendo tus opiniones.Y por favor,no nos liemos en una disputa como en el otro post.Yo al menos lo intentaré.

El crítico
El crítico
15 noviembre, 2007 20:45

Por cierto Daniel,buen relato.Me ha parecido bastante interesante.Felicidades.

El Killer
Lector
15 noviembre, 2007 21:30

Muy bueno y darle ese giro que situa tu historia en el universo de Heroes aun mejor, no es un poder muy util pero nunca se ha dicho que lo poderes te conveirtan en superheroe. Saludos y felicitaciones

José Torralba
15 noviembre, 2007 22:28

Este fue mi relato favorito; el que más claro tuve desde que lo leí. Ese ambiente asfixiante y angustioso me fascinó; el poder es sencillamente genial (es como el Swamp Thing de Moore pero con ciudades) y la descripción de cómo lo descubre, lo asimila y se acostumbra a él está muy bien llevada. La vuelta de tuerca al final da la puntilla.

¡Felicidades Daniel!

Las Entidades
15 noviembre, 2007 22:31

Muy buen relato Daniel, felicidades y bravo por ese giro final: la última frase es inmensa y vale por toda la historia: de nuevo felicidades 😉

Kúbik
Kúbik
Lector
15 noviembre, 2007 23:29

Extraordinariamente bien escrito y descrito, sí señor. Chapeau.

sputnik
sputnik
Lector
15 noviembre, 2007 23:47

Bueno, el nombre bajo mi nick ha sido desvelado. Aquí el autor. Me alegro mucho de que os haya gustado, o al menos entretenido.
¡Pero venga! ¡Decidme donde la he cagado, que tengo que aprender!
(eso si, me lo razonen).
Gracias de nuevo.

Ric
Ric
16 noviembre, 2007 0:34

He aplaudido el relato, que me ha recordado al Jack Hawksmoor de Authority por sus poderes de comunicación con las ciudades.

Nada más, deja ya de obsesionarte conmigo, El crítico.

colossus
16 noviembre, 2007 0:53

sin palabras la historia de heroes vista desde alguien no sabe ni que pedo

Conner Kent
16 noviembre, 2007 8:16

Oh ! Realmente bueno, la redacción, el poder, la forma de expresarlo y el final, que puntazo todo, el pomo de la puerta, el lapicero, oh oh oh no tengo más palabras, me ha encantado!!! Felicidades a Daniel!!! Hasta ahora el que más me ha gustado.

AmhShere
AmhShere
16 noviembre, 2007 12:30

Preciosa la historia. Consigue transmitir muy bien la sensación de angustia de la ciudad. Quizás, por buscar alguna cosita absurda, hubiera cambiado alguno de los puntos por una coma en la enumeración del primer párrafo. Pero es una nimiedad, la verdad. Y lo pongo sólo porque pides detalles 😉 Quizás también pordrías haber explorado otros sentidos. Los olores, aunque a veces sean difíciles de describir, pueden ayudar mucho a crear esa atmósfera cerrada, de angustia.
Felicidades, sputnik. Una historia preciosa.
Saludos!!

El crítico
El crítico
16 noviembre, 2007 15:06

Perdón,Ric,lo he interpretado mal.Lo siento.

Ric
Ric
16 noviembre, 2007 17:38

Perdonado