Semana HGO: De memoria (Carlos Trillo)

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En el marco de nuestra Semana HGO, recordando la desaparición de este genial autor argentino hace ahora 30 años, tenemos hoy el honor de contar con una colaborador excepcional: Carlos Trillo.

Carlos Trillo es un guionista argentino de larga y fecunda trayectoria. Ha trabajado abundantemente con algunos de los mejores dibujantes del mundo y ha producido junto con ellos obras que son auténticos referentes para todo buen aficionado a la historieta que se precie de serlo.

Nos pusimos en contacto con él porque en su trabajo se adivina un mucho de la manera de contar que tenía Héctor Germán Oesterheld. Se olfatean sus inquietudes y motivos, su arte y poesía. Así, pues, le preguntamos por esta influencia de Héctor G Oesterheld en su obra. Carlos Trillo nos facilitó un artículo que había realizado recientemente para el catálogo de una
muestra sobre Oesterheld y El Eternauta que ha podido verse hasta hace poco en Buenos Aires y nos dio permiso para reproducirlo en nuestra web por lo pertinente de su temática. Para con él, nuestro agradecimiento.

También queremos agradecerle a Álex Fernández, de Norma Editorial, que nos pasara las planchas de El Eternauta necesarias para ilustrar este artículo de Carlos Trillo.

De Memoría


– Dále, vamos que ya son más de las siete
– decía alguno, invariablemente, todos los martes. Y dejábamos lo que estábamos haciendo en la esquina de Paraguay y Vidt, nuestro lugar de reunión, para irnos todos hasta la estación Bulnes del subte de Palermo.

Un par de nosotros – por riguroso turno – bajaba, metía las monedas en el molinete (que entonces funcionaba con centavos y no con fichas) y se iba llevando el dinero de todo el grupo hasta la estación Tribunales. Allí, como hay un único andén en el medio, se podía bajar del tren que iba hacia Catedral y, sin pagar de nuevo, después de comprar los siete ejemplares en el quiosco de la estación, tomar la formación que nos devolvía a Bulnes y Santa Fe, donde nos estaban esperando los demás.

Los emisarios que volvían con la pilita de revistas entregaban una a cada uno de sus legítimos propietarios y los que habían esperado las escudriñaban atentamente, no fuera a ser que los recién llegados, intentando ser bromistas, le hubieran arrancado alguna hoja o algo peor.

Pero no, no se hacían bromas con el Hora Cero Semanal. Las copias llegaban intactas, por ahí un poco ojeadas en los siete minutos que duraba el viaje de vuelta. Y eso porque, seguro, no había enviado capaz de resistirse a dar una primera lectura rápida a El Eternauta.

Cuando todos teníamos la revista en nuestras manos nos agarraba como un apuro. Casi sin saludarnos, cada uno se iba a su casa, para poder zambullirse en esa lectura apasionante del folletín por entregas con dibujitos antes de que la vieja llamara para la cena.

Primero, sin discusión, había que leer esa sorprendente historia de ciencia ficción que pasaba en Buenos Aires, y donde se podían ver auténticos graffitis que decían que había que votar a Frondizi, o apreciar en detalle el Puente Saavedra – que yo conocía muy bien porque ahí cerca vivía mi abuela -, o sorprenderse con la precisión con que se mostraban la cancha de River o el Congreso de la Nación. Nunca habíamos leído algo tan cercano y tan emocionante, pese a que había gurbos y malísimos manos que, cuando se les reventaba la glándula del terror, morían cantando un poema de palabras incomprensibles pero sentido claro de amor y comprensión. Tenía algo de imposible y algo de profético el Eternauta de aquella lectura por entregas.

Cuando uno recuperaba el aliento y después de hacer una pausa, empezaba a leer el Ernie Pike, el Randall, el Kirk, esos protagonistas de historias menos impactantes, por ahí porque hablaban del pasado.

Han pasado cincuenta años y la distribución de las revistas no ha cambiado: a los quioscos del centro el recorrido llega a eso de las siete y media de la tarde del día anterior al que figura en la cubierta de los ejemplares como fecha legal de aparición. En cambio, en los barrios y en el Gran Buenos Aires se pueden comprar, temprano si uno quiere, sólo a la mañana siguiente.

Fue, me acuerdo, al segundo o tercer miércoles cuando decidimos traicionar al quiosquero de Bulnes y Charcas para empezar a viajar en subte por turnos los martes un poco antes de que oscureciera. Después de que al guionista de historietas le hubiera crujido la silla vacía que tenía adelante y se le hubiera ido corporizando sentado en ella ese tipo de pelo blanco a quien un filósofo de fines del siglo XXI había bautizado Eternauta.

Después de la muerte de Polsky, expuesto por su desesperación a la nevada mortal, en aquella escena que parecía un ballet macabro de señor casi mayor casi volando entre los copos con un impermeable encima de la cabeza. Después también de saber lo que decía la BBC de Londres y de que Lucas y Juan Salvo entraran en pánico y Favalli tuviera que arengarlos a los gritos con la voz de la razón.

No me acuerdo exactamente si lo que nos decidió fue que Ramírez, el empleado del ferrocarril que vivía enfrente, abriera la ventana y cayera fulminado junto a su mujer, o la claustrofobia creciente que tanto nos inquietaba de esa situación de encierro jamás vista por nosotros en una historieta, pero muy pronto no aguantamos más la inquietud y empezamos nuestros viajes semanales en busca de aquella imprescindible droga que constituye muchas veces la lectura de historias iniciáticas que a uno lo marcan para siempre.

Hoy me impresiona un poco pensar que yo leí El Eternauta mientras salía, a pedazos, en aquel semanario apaisado y modestón.

Teníamos 13 años, más o menos, en aquel setiembre de 1957 y habíamos leído algunos libros y muchas historietas.

Uno había entrado a la lectura a través del libro Upa, el del ese oso esa osa. Y de aquellos cuentos de formato grande que publicaba Editorial Atlántida y que nos regalaban las tías para nuestro cumpleaños. Cuentos entre los que estaba, por ejemplo, Chicharrón, personaje que, según sus propias palabras “en la sartén de la vida habían freído”. Duros, siniestros comienzos para un lector inocente, nos dimos cuenta mucho después. Alguna vez habrá que estudiar la incidencia espantosa de Constancio Vigil en las cabecitas de esos niños del ´50 que supimos ser.

Por suerte, además de la Editorial Atlántida, que nos sopapeaba con tantas desgracias, torturas y sinsabores – incluso desde los fragmentos de El Erial que salían en Billiken – existía la Editorial Abril, especie de séptimo de caballería de la primera parte de nuestra infancia, que venía a rescatarnos de tanta solemnidad y tanto ahogo con la Biblioteca de Pepe Bolsillitos, con los Pequeños Grandes Libros, con la legendaria revista Gatito, donde dibujaban Csecs, del Castillo, la Chacha Oski, Alberto Breccia, y escribían Pedro Orgambide, Boris Spivacov, Inés Malinov, Beatriz Ferro y Oesterheld. Y también con las revistas de historietas donde escribían Ongaro y Oesterheld y dibujaban Paul Campani, Hugo Pratt y enseguida Solano López.

Van a ver que un día, un estudioso de los que nunca faltan, dirá lo importante que fue Editorial Abril en la formación de una generación de lectores. Porque en sus revistas y en sus libros conocimos al Sargento Kirk, a Bull Rockett, al ogro Rompococo, al Indio Suárez, a Perrito Doctor.

Dijimos Oesterheld. Dijimos Pratt, Solano López, Breccia.
Que fueron los que, poco después, nos gritaron: ¡crezcan, pibes!, y nos encandilaron con los productos mensuales de la Editorial Frontera. A los que se sumó al poco tiempo el Hora Cero Semanal del que estamos hablando.

Los miércoles a la mañana, en los recreos, comentábamos la primicia de la noche anterior. El hechizo duró hasta que trescientas cincuenta páginas y dos años después el escriba, tras escuchar su historia muchas horas, tuvo que correr como un loco a Juan Salvo mientras éste rejuvenecía, se le borraban las arrugas y se le modificaba la ropa por un pantalón con raya, un pulóver con cuello en ve y una camisa abotonada hasta el cuello. El Eternauta volvía a ser un hombre de clase media con mujer, hija, un hogar confortable y tres amigos que venían a jugar al truco. Había regresado a su propio pasado y ya no se acordaba del futuro ni del modesto guionista de historietas. Y el receptor de aquella fenomenal peripecia se daba cuenta de que faltaban cuatro años para la nevada fatal y se preguntaba si sería posible evitar tanto horror publicando todo lo que el Eternauta le había contado. Y con un ¿será posible? con letras enormes al pie del cuadro final miraba ese chalecito suburbano del que salían las voces que decían que era a vos, Juan, a quien tocaba dar las cartas.

La historieta se publicó pero no fue posible evitar el horror. La Argentina siguió viviendo su realidad encrespada. Y Arturo Frondizi, que era el presidente en aquel 1959 de nuestros quince años y del final del cuento, fue pronto derrocado, el peronismo proscripto y mayoritario siguió faltando a la mesa democrática y los golpes militares se sucedieron con sus ridículas marchas ecuestres y las banderas y las voces graves que escuchábamos por la radio y la tele. Hasta aquel 1976 de la nevada fatal. Que permitió darle a El Eternauta una nueva lectura. Porque los cientos de miles de lectores que conocieron la obra de Oesterheld y Solano más de quince años después en una reedición tan oportuna, no leyeron como nosotros una maravillosa fábula sobre la soledad, la desesperación y la resistencia. Encontraron, en cambio, una metáfora sobre los años de plomo, una profecía que se estaba cumpliendo en la realidad, tan llena de destrucción y muerte que se llevó, entre tantos, al propio autor de la fábula.

Dicen que una obra literaria se convierte en mito cuando se la puede resignificar en cada época en que nuevos lectores la abordan. Seguramente El Eternauta cumple con esos requisitos y hoy, a cincuenta años de su creación, sigue siendo – en una de esas junto al Martín Fierro – una de esas raras ficciones que va proponiendo sentidos a cada momento de todos nuestros tiempos argentinos.

Carlos Trillo

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sputnik
sputnik
Lector
18 octubre, 2007 18:54

Bua! Ha sido una lecura muy bonita. Como ya he dicho por ahí, no he leído el Eternauta. Lo busqué en edicion argentina, no lo encontré. Así que si este texto es hermoso aún faltándome una clave tan importante para entender algunas de sus palabras, no quiero ni imaginarme si hubiese leído la obra en cuestión:D.
Los cómics. A veces nos parecen muy alejados de la realidad, olvidados en una esquina por el mundo. Pero parece ser que las dictaduras también barren en esa esquina.

Mariano
24 octubre, 2007 1:43

Bueno, admiradores de Oesterheld, los invito a suscribirse a la Lista de Correo ETERNAUTAS, para intercambiar ideas, material y opiniones sobre este gran autor y toda su obra, incluido claro está, EL ETERNAUTA…

Para suscribirse hay que enviar un email vacio a esta dirección:

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Los esperamos !!!!