Tengo la boca seca. La mandíbula me duele. Todo parece dolerme, sobre todo el tobillo izquierdo. Está claro que acabo de recuperar el conocimiento y mi cuerpo se despierta lentamente, entumecido, pesado, denso, como si me estuviera moviendo a través de melaza. ¿Lento? ¿Cuándo fue la última vez que use esa palabra? Será por el golpe, tal vez me haya dejado tan aturdido que me esté costando recuperarme más de lo normal. Por mucho que me duela tengo que abrir los ojos, tengo que inspeccionar la zona, determinar dónde estoy, buscar a la Liga y saber qué puedo esperar de esta situación. Abro los párpados, pero lo hago como si estuvieran forrados de velcro. Poco a poco mis ojos van recibiendo luz, poca, pues parece que está ya oscureciendo. Todo está desenfocado, borroso, fuera de cuadro. Mis pupilas intentan reaccionar, pero de nuevo lo hacen de forma exasperantemente lenta. Cierro las manos sobre algo blando, parece tierra, o barro, o musgo, no puedo determinarlo a través del guante del traje de Flash. Siento calor, mucho, sudo, me estoy deshidratando, por eso tengo la garganta seca, dolorosamente seca. Me arde, me quema, me cuesta tragar la poca saliva que soy capaz de generar. Me acaricio los labios con la lengua y noto como están escamados, áridos, agrietados como el fondo de un lago que se ve expuesto al ardiente sol de julio. No me gusta nada esto.

Estoy apoyado contra un tronco, o tal vez sea una piedra, no puedo saberlo con certeza pues moverme me sigue resultado muy penoso. Miro hacia arriba, hacia las copas de los frondosos árboles y apenas puedo ver el cielo. La tupida alfombra verde de clorofila que crece sobre mi cabeza se está tiñendo de rojo, de carmesí encendido, como si las llamas lo estuvieran devorando todo lentamente. La jungla se despierta a mi alrededor, la jungla oculta, la que se arrastra entre mis piernas y los dedos de mi mano, la que repta entre la hojarasca, la invisible, la peligrosa. Los pájaros no parecen retornar a sus nidos, el silencio resulta casi doloroso, antinatural, forzado, artificial. Miro mis piernas, observo mi tobillo, está muy hinchado, palpitando debajo de la ajustada bota. La presión que ejerce el espeso material de la bota sobre la lesión me va despertando cada vez más. La molestia crece gradualmente y se va extendiendo por toda la pierna. Es solo un esguince, solo eso, molesto, pero no letal. No pierdo sangre, no veo que tenga grandes heridas abiertas o huesos rotos. Solo magulladuras, rozaduras, pequeños cortes y laceraciones propias de una caída desde lo alto. Es solo cuestión de tiempo de que mi metabolismo se active y empiece a curarme. Solo cuestión de tiempo…

En las condiciones en las que estoy, magullado, lesionado y aturdido, sin saber cuántas horas he estado inconsciente, tengo que marcarme prioridades de forma urgente. Estoy en una jungla expuesto a grandes depredadores como felinos y serpientes, así como a pequeños depredadores como arañas, insectos, parásitos y anfibios venenosos. He de guarecerme de estas amenazas potenciales cuanto antes. Si no fuera por como siento la boca, lo primero que debería hacer es un refugio, mucha gente piensa que lo primero es el agua, pero no es así, el refugio es primordial. Si no consigo protegerme de nada servirá que tenga agua. El problema es que la sed me está matando lentamente y no dispongo de las 48 horas de margen para localizar un manantial. Mis prioridades están alteradas por mi estado físico y mi estado físico me impide poder actuar de forma eficaz sobre mis prioridades.

Barry, concéntrate, piensa, esto no es más que otra escena del crimen, más grande y más verde.

Piensa, piensa, piensa… Algo va mal. Ahora lo comprendo, no estoy conectado a la Fuerza de la Velocidad, mi cuerpo no está curando, mis células están procesando el daño a tiempo real, sin aceleración alguna y mi mente no es capaz de procesar la misma cantidad de información. Estoy sin poderes.

Miro de nuevo a mi alrededor y me detengo un instante a mirar de verdad lo que me rodea, sin las habilidades que la Fuerza de la Velocidad me da de normal. Observo los troncos que me rodean, veo el enorme muro carnoso de frondosas hojas que hay sobre mi cabeza y como siguen oscureciéndose lentamente al ritmo que marca el movimiento terrestre. Respiro hondo y analizo los sutiles aromas que me envuelven. El dulzón olor del aire sin polución, fresco, limpio, puro, teñido sutilmente con el de la tierra húmeda. La sensación me resulta reconfortante, algo que había olvidado desde que aquel rayo me golpeara en el laboratorio de la comisaria. Recuerdo los primeros días cuando mi cuerpo se iba acelerando y como me veía obligado a ir aprendiendo a controlar y explotar mis nuevas habilidades. La velocidad se convirtió en todo para mí y me hizo olvidar; no, olvidar no, me hizo dejar de ver lo que me rodeaba.

Mis pensamientos se ven interrumpidos de golpe cuando varios insectos de gran tamaño se posan sobre mi brazo. La luz ya es ya escasa y mi traje rojo parece atraerlos en medio de la penumbra. Noto como se mueven y buscan taladrarme la piel con sus aguijones. Buscan colonizarme, poseer mi cuerpo para que sus larvas puedan alimentarse de mi desde dentro. Los aparto con un fuerte manotazo. Dos más se posan en mis piernas, luego tres, cuatro, diez, la oscuridad se enciende de luces parpadeantes de insectos voladores que salen a alimentarse. Soy un faro nocturno, mi calor corporal los está atrayendo y eso me hace despertar de mi ensoñación.

Me comienzo a sacudir las extremidades y a pensar que hacer al respecto. A los insectos no les gusta la dietilmetatoluamida, pero no creo que me vaya a encontrar con ningún laboratorio por aquí, así que tengo que encontrar un remedio más realista. Eucalipto, citronela, citriodiol… no, nada de eso es factible aquí. La solución es obvia, debo dejar de emitir calor y para ello debo cubrirme de barro.

Aprovecho los últimos vestigios de luz para ponerme de pie y empezar a caminar cojeando hasta el siguiente árbol. Moverme me hace sudar mucho. El traje me está asando, literalmente, pero quitármelo me dejaría aun en peor situación y a merced de los insectos, por lo que debo ignorar el calor. Voy de árbol en árbol, mirando al suelo, buscando plantas donde haya algo de agua acumulada en sus hojas, para intentar sofocar mi sed al tiempo que solvento lo de las picaduras. No encuentro nada de lo que necesito, pero sí logro dar con una pequeña charca, llena de restos orgánicos, donde se ha acumulado algo de humedad. Hundo mis manos y comienzo a frotarme con el barro. Primero la cara, los brazos, las piernas, y luego la espalda tumbándome contra el suelo. Noto el frescor que me alivia y como la densa capa de barro me aísla de las intenciones nocivas de los insectos que ya zumban con furia a mi alrededor.
Me concedo unos instantes para recuperar el aliento y ordenar mis pensamientos.

Pensar sin estar conectado a la Fuerza de la Velocidad me resulta casi novedoso. Han pasado años desde que me convertí en Flash y han sido años en los que podía pensar miles de situaciones en una fracción de segundos. Me tengo que adaptar.

Las prioridades siguen siendo las mismas. Debo ganar movilidad para poder hacerme un refugio y así conseguir también agua. La luz ya casi no me permite ver nada y estoy en una jungla, por lo que en menos de veinte minutos estaré totalmente a oscuras, rodeado de depredadores para los que seré una cena fácil. Noto como mi ritmo cardiaco aumenta y comienzo a mirar frenéticamente a mi alrededor. Veo dos trozos de caña de bambú con los que puedo reforzar mi tobillo para evitar apoyarlo y que el esguince no me haga doblarme de dolor. Alargo el brazo y me meto los dos trozos en la bota. Me aprietan mucho, pero no se mueven e inmovilizan el tobillo lo suficiente para poder ponerme de pie y caminar lo suficiente para llegar hasta una palmera. Son pasos lentos, pero firmes, tanto como para sentirme reconfortado con lo improvisado del trabajo médico realizado.

La jungla se cierne sobre mí y un denso manto de terciopelo negro me va rodeando. El aire huele a muerte, a moho, a podrido. Pierdo la noción del tiempo y en pánico me desgarra desde dentro. Debo seguir avanzando, aislarme de mis instintos primarios que gritan azuzándome para que huya presa del miedo.

Las palmeras tienen troncos muy rugosos y eso me permite poder escalar hasta llegar a su cogollo de hojas. Cada centímetro ascendido en vertical me recuerda lo dañado que tengo el cuerpo, pues siento punzadas de dolor en los muslos, los brazos y en el pecho. Intento no pensar en ello y centrarme en el ascenso, paso a paso, mientras el fango se va secando sobre mi cuerpo.

Un esfuerzo final me permite alzarme lo suficiente y dejarme caer en lo alto de la palmera. El primer objetivo me ha dejado exhausto, al límite de mis fuerzas, con poco margen para preocuparme por el agua. Suspiro profundamente y me dejo llevar.

Recuerdo ir en el Zorro Volador con la Liga rumbo a una isla no cartografiada que había despertado los sensores de la Atalaya por su alta emisión electromagnética. Batman pilotaba, Cyborg monitoreaba los datos y yo me encargaba de buscar sentido al caos. Todo indicaba que iba a ser un viaje sin incidencias y que con nuestra llegada a la isla resolveríamos el misterio con una rápida intervención coordinada por Batman. Sin embargo, todo cambio en un segundo y mientras los demás seguían a lo suyo yo percibí que algo no iba bien. Note la vibración inicial y como el casco de la nave se agrietaba, todo en una milésima de segundo, una fracción temporal inaccesible para mis compañeros que, para mí, se mostraba de forma clara y contundente. Un ataque sónico dirigido de alta intensidad derribó de inmediato a mis compañeros que volaban fuera de la nave y fundieron en el acto todos los sistemas. Batman tardó dos segundos en percatarse del problema y no necesitó muchos más para coordinar una orden que nos golpeó a todos a través de los intercomunicadores. Dos segundos que para mí fueron como dos eones en los que todo se detuvo a mi alrededor. Intenté avisarles, pero lo que para mí es un mero instante infinitesimal para los demás es tiempo medible que hizo que mi grito pasara inadvertido.

El Zorro Volador se precipitó en barrena contra la isla y todo se volvió blanco.

No sé si duermo o he entrado en un estado febril de seminconsciencia. Siento algo a mi alrededor, una presencia, un algo que no puedo definir de mejor forma, que me acecha desde la oscuridad que me devora por completo. Antes hubiera podido hacer fuego en un segundo friccionando un par de troncos… ahora no tengo opción para ello y he de asumir mi situación, herido, en la copa de una palmera en un entorno hostil y sin muchas posibilidades de cambiar las cosas. ¿Tanto dependo de mis poderes? Antes de ser Flash siempre fui Barry Allen, el chico que aprendió a vivir con un pasado oscuro, violento, manchado de sangre, huérfano de madre, hijo de un asesino convicto inocente, que llegó a superarlo todo para acabar siendo un científico, un policía, un defensor de la ley, un ferviente creyente de que en todas las situaciones hay esperanza. ¿Verdad?

En toda situación extrema de supervivencia lo que te mata es tu mente.

Batman nos dio instrucciones antes de perder el contacto, nos gritó donde estaba el foco de las alteraciones, una fortaleza ubicada al sureste de la isla. Necesito orientarme, pero no veo estrellas entre la maleza de la jungla y no estoy en condiciones de escalar más. Tengo que buscar a mis amigos, saber si están bien. Mañana, con la luz del nuevo día podré hacerlo… mañana, mañana el sol volverá a iluminarme, mañana…

Cierro los ojos y me dejo llevar.

¿Estoy soñando? No, es solo un recuerdo. No, tampoco… es mi vida, desde el principio y soy un mero espectador que mira como los días de mi infancia pasan como un relámpago ante mis ojos hasta detenerse en el fatídico día del asesinato de mi madre. Mi memoria navega entre brumas que se disipan y de nuevo revivo el día en el que la persona más importante para mí me fue arrebatada. Un día de lágrimas ardientes, angustia y dolor sin escala que me fractura el alma en mil pedazos y me hace perder mi inocencia para siempre. La bruma regresa tan rápido como llegó la primera vez y de nuevo toda mi infancia pasa de forma acelerada antes mis ojos. Parpadeos, milisegundos, instantes que aparecen como un destello y desaparecen, escenas cotidianas de mi vida que se congelan ante mis ojos como un fotograma fugaz. Visitas a la cárcel para ver a mi padre, cumpleaños al otro lado del cristal de la sala de visitas, navidades huecas y vacías… escenas en carrusel que se clavan como alfileres al rojo en mi alma. Recuerdos lejanos que me fueron forjando a golpe de martillo contra yunque. Me veo leyendo un grueso libro de química en la biblioteca. La ciencia me aportó seguridad, sentido y perspectiva, me ayudó a entender mejor un mundo que parecía no tener sentido alguno para mí. Buscar el patrón en las cosas, en la vida, me permitía aplacar el dolor, diluir la rabia, la frustración y la angustia, para mirar al futuro con esperanza.

Otro destello y veo pasar en una millonésima de segundo toda mi vida universitaria, mi formación en la academia de policía, mi graduación, el día que colgué el diploma en la pared de mi cuarto, mi primer día de trabajo en la comisaria, mis primeros casos… Y todo se detiene de golpe en ese momento.

Es de noche, llueve mucho y los relámpagos caen con inusitada furia sobre Central City. Estoy trabajando, es tarde y estoy solo en el laboratorio. Voy con retraso y debo ponerme al día. Me levanto del taburete de la mesa de muestras y me acerco hasta la estantería de reactivos. Me pongo a mirar etiquetas cuando el aire empieza a oler a ozono… todo se llena de luz blanca. Llega el estallido, el golpe, el ruido de cristales rotos, los líquidos que arden y se derraman sobre mi cuerpo, la electricidad que me atraviesa, me convulsiono violentamente, mis dientes castañetean con fuerza, mis huesos crujen y mis músculos se tensan hasta casi explotar. Y entonces, superado el umbral de dolor, me desmayo.

Resulta extraño verlo de nuevo, como si no fuera conmigo y se tratara solo de alguna loca invención del guionista de turno de alguna serie de televisión de sobremesa. Aquel día mi vida cambió para siempre de forma radical. Aquella noche la Fuerza de a Velocidad se conectó a mi cuerpo y me convertí en Flash.

Todo se acelera y veo pasar cientos de aventuras en solitario como Flash persiguiendo a villanos y ladrones. Me veo descubrir el multiverso, conocer a otros Flash de otras Tierras, ganar más control sobre mis poderes, unirme a la Liga de la Justicia… Mis amigos, héroes que creen en un mundo mejor, que consideran que tienen la responsabilidad de usar sus extraordinarias habilidades para defender al mundo de cualquier cosa que pueda amenazarlo. Superman, Wonder Woman, Batman, Aquaman, Canario Negro, Green Lantern… ha habido tantas encarnaciones del grupo, tantas alienaciones, tantas vivencias, tantos peligros superados y alegrías y penas compartidas que no puedo concebir ya mi vida sin ellos.

Luchamos contra Starro, Darkseid, el Ultra Humanita, Despero, Amazo, la Sociedad Secreta de Supervillanos, Amos Fortune… la lista es larga, muy larga, pero las brumas no parecen interesadas en mostrarme mucho más y todo se acelera hasta llegar al momento que lo cambió todo de nuevo, que me hizo perderme durante mucho tiempo en la Fuerza de la Velocidad, el día que tuve que morir para salvar al universo.

Nunca había tenido la necesidad de correr tanto y tan rápido. Mis piernas se movían a tal velocidad que era imposible poder verlas. A mi alrededor todo parecía estar congelado. Me veo sudar, me veo esforzarme, me veo empezar a desintegrarme cuando logro alcanzar el rayo del Antimonitor. Aquel día fui tan rápido que me costó la vida. Fue mi mayor victoria y mi mayor derrota. Las imágenes saltan de nuevo, pero yo me quedo recordando ese momento exacto en el que mi ser se desintegró, consumido por el dolor, en un todo de energía blanca que disgregó mi consciencia al infinito. Recuerdo no sentir nada, ni percibir nada. Aún hoy dudo si llegué a tener un cuerpo durante todo el tiempo que estuve atrapado. Era como estar flotando en una sala anecoica, aislado de todo y de todos, sin poder percibir nada, ni siquiera el paso del tiempo.

Velocidad es igual a espacio partido por tiempo.

Quiero parar. Quiero acabar con este sueño febril que me tiene atrapado. Quiero escapar de estos recuerdos, de aquel día en el satélite del Antimonitor. Siento miedo, miedo a morir, a abandonar la vida y a mis seres queridos, a mis amigos de la Liga.

Pero las brumas no me dejan huir todavía.

Queda un pecado que expirar, un recuerdo más por visualizar, el recuerdo que me avergüenza, que me consume por dentro en las oscuras noches en las que el sueño no parece querer hacer acto de presencia. Lo sé antes de que lleguen. Lo noto crecer delante de mí… cierro los ojos, me tapo la cara, quiero irme, quiero irme ya, sé que hice mal, que fui un egoísta, que traicioné todo en lo que creía y lo hice convenciéndome que lo hacía por algo que merecía la pena. Es mi vergüenza personal. La vergüenza de Flash. Es Flashpoint.

Ahí estoy, engañándome para hacerlo. Me cuesta respirar mientras la vergüenza repta por mis entrañas y me corroe como si de ácido clorhídrico se tratara. Si es un sueño, quiero que pare. Si es un recuerdo, quiero olvidarlo. Traicione a todos y debo compensarles por ello. Las lágrimas me queman en las mejillas. He de vivir, tengo que salir, despertar, tengo que sobrevivir a esta isla, a esta jungla y tengo que demostrarles a todos que soy digno de todos ellos. Yo soy Flash.

El sol me abrasa los ojos cuando me despierto sobresaltado y con el pulso muy acelerado. Su luz se nota incluso a través de las hojas de los árboles más altos y el barro que me cubre el cuerpo es como una cáscara seca y agrietada. La sed me golpea con fuerza y reacciono lentamente a los estímulos que me rodean. La noche ha sido larga, muy larga, intensa en recuerdos, con los que me he reafirmado a mí mismo y a mis posibilidades de supervivencia. Moverme duele. Mis articulaciones crujen con fuerza al empezar a descender de mi improvisado refugio nocturno. El tobillo sigue inflamado, más incluso que hace unas horas, pero mi rústico arreglo sigue funcionando bien.

Por fin logro tocar tierra de nuevo, tras un descenso más que accidentado, y observo el entorno que anoche tuve que descubrir a tientas por la falta de luz. Veo el rastro que dejé en el suelo al arrastrarme, mis erráticos pasos, mi charca de barro que ahora luce totalmente seca y me concentro en examinar los troncos de los árboles y maleza selvática con el fin de definir donde está el norte. Si estuviera en un bosque alpino este examen me llevaría unos instantes, pero en este entorno en el que las temperaturas son más estables y considerablemente más altas, reconocer el patrón es más complejo. Pero solo es cuestión de observar detenidamente y analizar los detalles, los más pequeños, para concluir que debo empezar a marchar cuanto antes en lo que espero y deseo sea la dirección correcta a mi destino final.

Desconozco la distancia que me separa de la fortaleza y desconozco que voy a encontrarme en ella. Espero que todos hayan acudido a ese punto y podamos reunirnos de nuevo ya que por mucho que lo intente el comunicador sigue igual de muerto que ayer.

Empiezo a dar mis primeros pasos y lo que al principio es un enjambre de agujas al rojo clavándose en mis terminaciones nerviosas, acaba por ir transmutándose en el acicate que me empuja a seguir avanzando. Un paso, dos, tres, la sucesión al final me hace perder la cuenta y me concentro en localizar alguna fuente de agua potable. La deshidratación que empiezo a sufrir ya es severa y de nada habrá servido todo esto si no soy capaz de localizar agua.

A cada paso que doy el barro que anoche me protegía se va desprendiendo en forma de escamas. Se cuartea, se agrieta, se abre y cae tras de mi como si de una metáfora de mi renacimiento se tratara, como si fuera una crisálida que surge de su pupa y mira a la vida con nuevas expectativas. Un fango primigenio que me abandona en mi lenta peregrinación a través de la jungla.

Voy dejando atrás metros y metros de camino, cuando reparo en las lianas que cuelgan de las tupidas copas de los árboles. Son largas y están ligeramente blandas cuando las aprieto, por lo que estimo han de encerrar en su interior un buen trago del agua que tanto preciso. Corto algunas de ellas, no sin antes hacerme con una piedra con algo de filo, y dejo que el líquido de la vida se derrame directamente en mi reseca boca. Su sabor es dulce, fresco, revitalizante y siento como mi lengua y mis labios se despiertan de nuevo al contacto de la refrescante savia. Es una sensación tan agradable que no tardo en estar succionando con fuerza el tallo seccionado a fin de exprimir hasta la última gota de humedad que pueda albergar en su interior.

Tengo que continuar.

Vuelvo a comprobar si estoy en la dirección correcta y empiezo a caminar de nuevo.

El pie se queja a cada paso y me hace ir aún más lento, pues con cada zancada mis tendones, totalmente dañados, me taladran de dolor. Lo puedo ignorar, lo puedo apartar de mi mente que debe estar centrada en continuar analizando este escenario tan inverosímil que me ha tocado vivir. Mis ojos intentan seguir el vuelo de algunos pequeños insectos, pero ahora son como un borrón que a duras penas puedo percibir. Lo que antes era un espectáculo a cámara superlenta, hoy es la simple visión del mundo a tiempo real.

Me caigo varias veces y me golpeo las rodillas contra el suelo. Jadeo, toso, escupo algo de sangre y pienso que tal vez el dolor del costado sea algo más que una contusión externa. Me miro las manos y veo el traje dañado, roto, arañado, sucio, ya no solo de barro, sino de hollín y sangre seca. Otra forma de ser consciente de que sigo sin poderes. Si estuviera conectado con la Fuerza de la Velocidad el traje se auto repararía, brillaría encendido, cargado y listo para protegerme de la fricción y de los miles de micro impactos que recibo cuando corro. Y me doy cuenta de cuanto dependo de mis poderes desde aquella noche en la que fui bañado por una loca combinación de productos químicos. Y ser consciente de ello me golpea en la boca del estómago con fuerza, pues es una combinación de miedo, vergüenza y furia que se amalgama en mi interior para invitarme a rendirme.

Los sentimientos se agolpan en mi garganta, pugnando por salir, por explotar hacia el exterior. Siento como intentan apoderarse de mí, pero grito con fuerza al cielo que intuyo tras las copas de los árboles y dejo escapar esa rabia que parece haberme anclado al suelo. Una rabia pura, sincera, prístina, sin mácula alguna, sin dirección, pero rabia que nace de la parte más visceral de mi ser y que pugna contra mi esperanza de que todo va a salir bien. Hundo mis manos en la húmeda tierra y cierro los puños aplastando el barro que escapa entre mis dedos. Observo como la sustancia oscura se desliza suavemente, dejándose llevar, sin oponer resistencia, buscando el punto más débil de su verdugo, mis dedos, para escapar sin hacer ruido. Miro ese barro y me doy cuenta de que debo empezar a actuar de otra forma y dejar de oponerme a la situación que me rodea, para adaptarme a ella y sacar partido de todo ello.

Me levanto con decisión y empiezo a caminar. El dolor regresa, pero lo ignoro por completo. Nada me puede ya desviar de mi objetivo, nada ni nadie, ni siquiera yo mismo y aprieto el paso con la intención de llegar cuanto antes a la maldita fortaleza de esta maldita isla y encontrar al responsable de esta situación.

Mi cuerpo ya no responde a los estímulos internos ni externos. Mis pensamientos se ordenan y empiezo a ver ciertos patrones en lo que me rodea. La isla nos ha atacado, no la isla en sí misma, sino la isla a través de la intervención de alguien que nos quería a todos aquí para poder asestarnos un golpe certero y a poder ser mortal. La fortaleza es el foco y en ella han de encontrarse las respuestas a este enigma. Los demás han tenido que ir también a esa construcción y cuando yo llegue lograremos superar a nuestro enemigo como hacemos siempre, sin importar si tenemos o no poderes. Los trajes solo son un disfraz, una forma llamativa de diferenciarnos del resto, de añadir color a la oscuridad que parece rodear este mundo. Un faro que ilumina y que permite a la humanidad saber que hay alguien cuidando de ellos. Pero los trajes no nos definen. Los trajes solo ocultan nuestra identidad y nos aportan la tranquilidad que necesitamos para ser quienes debemos ser y asumir nuestra responsabilidad.

El tiempo pasa y paso a paso, zancada a zancada, llego a un claro en el follaje que me deja a la vista un enorme muro de roca salpicada por enredaderas que crecen, hundiendo sus raíces en la argamasa, a través de la pared como si de un sistema circulatorio se tratara. Detrás tengo la jungla que me sigue respirando en la nuca con su aliento pútrido. No he muerto, he logrado esquivar la hoz que parecía empeñada en segar mi vida. La muerte nos roda innumerables veces cuando intentamos salvar el mundo del enésimo plan del villano de turno, pero con nuestros poderes todo parece diferente, más liviano, más irreal, pero estas últimas horas he sentido como los gélidos dedos de la muerte me tentaban con el descanso definitivo, apartándome de esta vida para siempre. La muerte me aterra, me produce un profundo pavor visceral que me hiela la sangre. Pero he sobrevivido por mis medios y he logrado hacer lo que parecía imposible, llegar a mi destino.

¿Y ahora qué?

Miro la extensión de terreno yerma que se extiende frente a mí, unos cien metros hasta el muro, sin vegetación alguna, solo tierra reseca, sin humedad alguna, sin nada vivo, salvo las enredaderas de los muros. El sol cae con justicia y una suave brisa levanta pequeñas nubes de polvo. No hay ruido alguno, salvo el que yo genero con mi propia respiración. Esto no es natural.

El cielo se está cargando de nubes oscuras y la lluvia amenaza con hacer acto de presencia. El sol se oculta tras lo nubarrones y las primeras gotas no tardan en caer sobre la jungla, pero no sobre el reseco terreno que hay delante de mí.

Despejo mi mente, me centro en el muro, anulo el dolor de nuevo y me dispongo a pisar la zona seca. Tenso mis músculos, descargo el peso de mi cuerpo sobre la pierna buena y comienzo a hiperventilar… Espera, tengo que comprobar algo… me agacho y miro a ras del terreno apoyando la oreja contra el suelo. El terreno sin vegetación es extrañamente artificial y podría estar lleno de trampas. No veo irregularidades, tierra abultada, ni alambres… parece extrañamente limpio. Es como si fuera una zona de exclusión. Me incorporo de nuevo, miro a ambos lados, solo hay muro y terreno yermo hasta donde me llega la vista. Doy un paso atrás, arranco una rama y la lanzo al centro del terreno seco. No ocurre nada. Trago saliva antes de volver a agacharme y pasar los dedos por encima de los diez primeros centímetros de terreno… Y entonces ocurre algo fascinante. Mi guante, roto y sucio de barro, se recompone. El barro se desprende y debajo aparece el rojo característico de mi uniforme. Las costuras se cierran, el tejido cicatriza como si estuviera vivo. Lo observo un instante, pero sé que es lo que acabo de ver y sé que si entro en la zona de exclusión recuperaré mis poderes de Flash.

Me pongo de nuevo en pie. Me miro el guante, miro el muro y entro en la zona de exclusión sin preocuparme ya por el dolor del tobillo, las magulladuras del tórax o los muchos cortes que recorren todo mi cuerpo, porque todo eso va a cambiar. Me quedo quieto sobre la tierra seca y dejo que ocurra. Siento como la conexión con la Fuerza de la Velocidad se restablece y mi cuerpo responde de inmediato empezando a curarse. Los dolores van remitiendo, las heridas se cierran, el traje se regenera y el dolor del tobillo remite hasta ser un débil susurro en mi sistema nervioso. Mis pupilas se dilatan y mi entorno cambia por completo al poder volver a percibirlo conectado a la Fuerza de la Velocidad. Noto como el calor me recorre el cuerpo, la electricidad se dispersa a través de mis tendones y mi piel crepita cuando mi aura protectora aparece de nuevo. Me concedo un segundo más antes de agacharme, flexionar las piernas y empezar a correr de nuevo como Flash para inspeccionar el perímetro de la fortaleza.

Es agradable volver a sentir la velocidad fluir en mis arterias.

Dos segundos después ya he inspeccionado la muralla sin encontrar puertas que permitan acceder al interior. Pero que no haya una puerta no me va a impedir entrar… Acelero al máximo y encaro la verticalidad del muro con decisión, notando el ya familiar tirón de la gravedad cuando pongo el pie sobre la piedra. Los primeros pasos siempre cuestan un poco más, pero enseguida estoy subiendo sin dificultad por la piedra y las enredaderas. Dos décimas de segundo después estoy sobre el muro. Lo que veo me deja helado.

En el interior de la fortaleza hay una enorme cantidad de movimiento y mire donde mire parece haber un parademonio. Circulan en un aparente caos, pero en realidad siguen un patrón muy concreto de movimiento. Todos trabajan con ahínco alrededor de una fosa enorme retirando tierra, rocas y raíces, a fin de ir agrandando el agujero. Mientras otros manipulan grandes piezas de tecnología que van disponiendo en el borde del agujero. Trago saliva cuando comprendo lo que estoy viendo. Todo un ejército de Apokolips está asentado en la Tierra para crear un pozo de fuego similar a los que arden sin descanso en el planeta de Darkseid. Desconozco el propósito, pero es necesario localizar a la Liga cuanto antes. Está claro que esto es solo la punta del iceberg y tras esta construcción hay mucho más de lo que puedo ver desde aquí.

Tan solo han pasado seis segundos desde que entré en la zona de exclusión. Desciendo del muro y me adentro en la isla para peinarla de arriba abajo. Corro entre la maleza saltando arroyos, esquivando troncos caídos, árboles y ramas.

Siete segundos.

Acelero más hasta llegar a los restos del Zorro Volador. Me muevo frenéticamente entre los hierros y restos del fuselaje de la nave albergando la esperanza de encontrar a alguno de mis amigos.

Ocho segundos.

Nada, aquí no hay nadie, pero al menos la lluvia aún no ha borrado las huellas de unas pisadas. Por el tamaño estimo que son de Diana. Sigo en movimiento y me muevo con más ahínco entre la maleza.

Nueve segundos.

Ya he recorrido la mitad de la isla. La lluvia me ralentiza un poco al ir empapando el terreno, lo que me obliga a bajar el ritmo por debajo de la velocidad del sonido. Yo soy Flash.

Diez segundos.

Me dirijo hacia una colina con la esperanza de que puedan estar en lo alto, valorando la situación y con Batman planificando como proceder. Paso tres décimas de segundo inspeccionando una cascada y encuentro rastros que me indican que no voy desencaminado. Tres décimas de segundo después, cuando no hace ni once segundos desde que recuperé mis poderes, los encuentro a todos en un pequeño claro, en la falda de la colina, con Aquaman agarrando del cuello a Batman, mientras este le insta a controlarse.

Al verlos experimento una oleada de alivio enorme. Todos están bien, vivos al menos, algunos muestran heridas, pero en general parece que hace falta mucho más que estrellarnos contra el suelo sin poderes para acabar con todos nosotros. Aquaman masculla algo entre dientes y suelta a Batman. Me detengo delante de ellos y Batman me mira un instante. Si experimenta sorpresa, no la demuestra.
– Flash, llegas tarde.
– Ya me conoces, Batman, más vale tarde que nunca.
– ¿Nos pones al día?

FIN

Puedes leerlos todos de nuevo:

Wonder Woman
Green Lanterns
Batman y Cyborg
Superman
Aquaman

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Ania
Ania
17 noviembre, 2017 0:18

Me encanta. Toda la historia es genial, la narración, el vocabulario, los personajes y sus respectivas personalidades… Muchas gracias.
Quiero más 😀