El judío de Nueva York

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Edición original:.
Edición nacional/ España:.
Guión: Ben Katchor.
Dibujo: Ben Katchor.
Formato: Cartoné. B/N. 112 páginas.
Precio: 21€.

¿Por qué nos metemos en estos embolaos? A veces, algunos lectores de cómic, no nos conformamos con las historias lineales, con esos tebeos que se limitan a exponer una presentación, un nudo y un desenlace de forma orgánica, adornados mediante dibujos bonitos. Como yonkis de la viñeta, buscamos de cuando en cuando drogas más duras que nos estremezcan. Tebeos adictivos, rocambolescos, feistas, en los que intentamos desmadejar la complicada trama y aprehender las imágenes, como si se tratara de una tarea pagada. Son engendros como Stray Toaster de Sienkiewiczs, Agujero negro, de Charles Burns, Le bibendum celeste de DeCrécy, Las aventuras de Luther Arkwright, de Bryan Talbot, Como un guante de seda forjado en hierro de Clowes, El asco de Morrison/Weston… El fanático de este tipo de productos, persiste en su búsqueda de significados hasta que, perplejo, descubre cierta lógica interna, que nada tiene que ver con la enunciada por ese tal Aristóteles, en ellos.

En el prólogo de Wild Palms, esa paranoia hiperbólica de Bruce Wagner y Julian Allen, el perspicaz Jordi Costa daba una posible explicación a esa búsqueda de delirios aberrantes en la que nos embarcamos algunos aficionados: el cómic, al no estar envarado por academicismos ni sometido a la dictadura de presupuestos millonarios, puede ser el medio más adecuado para las historias que nadie desarrollaría en una novela y ningún productor se atrevería a financiar como película. No es, desde luego, una exclusiva de la historieta, como saben los lectores de gente como Kurt Vonnegurt, Thomas Pynchon o John Franklin Bardin, pero ésta es el vehículo perfecto para tales monstruosidades narrativas.

El judío de Nueva York, de Ben Katchor es una de esas obras marcianas, que parecen imaginadas por una mente al borde de la patología. El autor ha recibido importantes becas y premios, algunos de ellos nunca antes concedidos a un dibujante de tebeos, ha publicado en las prestigiosas The Newyorker y RAW, ha coqueteado con el teatro, ha sido objeto de un documental y de numerosos estudios sesudos.

Su trabajo más extenso y apreciado es Julius Knipl, Fotógrafo inmobiliario, una serie de tiras en las que el protagonista se encuentra con situaciones, no del todo fantásticas, pero tampoco realistas, algo que se definió como «costumbrismo imaginario» o «nostalgia de un pasado que no existió». En esta serie, el fotógrafo de edificios se topa con personajes estrambóticos, neoyorkinos hasta la médula, tremendamende excéntricos, que nunca han existido fuera de la imaginación del autor. Son pequeñas píldoras digeribles de su particular universo creativo. Sin embargo, El judío de Nueva York es un torrente narrativo. Para este caudaloso relato, el autor no cambia la ubicación física habitual en sus viñetas, pero retrocede más de cien años, hasta un siglo diecinueve fantasmagórico. Los que no compartan el gusto por lo extraordinario y lo insólito, harán bien en dejar de leer esta reseña y borrar el libro de su lista de posibles compras futuras, no conseguiría más que provocarles un dolor de cabeza.

Sin embargo, quienes se hayan enfrentado a alguna de las obras anteriormente citadas y busque algo aún más críptico y original para enchufarse en las retinas que calme su síndrome de abstinencia durante un buen periodo de tiempo, lo encontrará aquí. El aficionado a este tipo de esperpentos grotescos sabrá que resultaría francamente difícil hacer un esquema de su argumento, dado que parte de su atractivo es el hermetismo y, al desenredarlo, en cierto modo se traiciona el espíritu del tebeo. No obstante, a grandes rasgos, esto es lo que se puede encontrar en este cómic, publicado originalmente en The Forward, un diario judío muy serio, y posteriormente recopilado en el libro del que partió Astiberri para la edición española.

Presten atención:

En 1830, una compañía de teatro prepara una obra en la que aparecerá la actriz Patella, una auténtica estrella de los escenarios que quedó coja de la pierna derecha. Mientras, un carnicero judío vuelve a la ciudad, siendo confundido con un miembro de las tribus perdidas de Israel porque se ha acostumbrado a ir casi desnudo hablando hebreo, y un par de empresarios, supuestamente, pretenden carbonatar el agua de todo el lago Erie cuando encuentren financiación para el proyecto, porque creen que la gaseosa favorece la digestión de las comidas pesadas. Paralelamente, un buzo se sumerge en el puerto leyendo uno de los muchos pasquines de la época, en los que se lanzaban las ideas más disparatadas como se hace ahora en Internet, un diseñador de pañuelos pretende escribir un diccionario de ruidos que no son exactamente comunicación verbal, y una liga de moralistas organiza una manifestación en contra del onanismo que, a su juicio, pervierte a los jóvenes. Durante sus viajes, el susodicho carnicero judío se encontró con un asentamiento comunal que cimentaba su filosofía de vida en la conservación del aire y con un cazador de castores rico y algo tronado que estaba obsesionado tanto con las costumbres y ritos de estos animalitos como con la actriz Patella, a quien un comerciante de medias intenta convencer para que utilice sus cancanes. De las glándulas anales de los castores, se extrae un reconstituyente masculino que se vende en grajeas. Por otro lado, el escenógrafo Mainard Daizy idea un efecto para que todo el teatro huela a arenques en salazón en determinado momento. Cinco años antes, Mordecay Noah intentaba convocar a todos los judíos posibles en Nueva York y, el argumento de la obra que se va a estrenar, parodia veladamente este hecho. Finalmente, todas las tramas encajan de forma apoteósica y sorprendente, sin ningún agujero ni trampas deux ex machina por ninguna parte, dando lugar a que el museo local adquiera una muy particular pieza para engrosar su colección.
Ya esta.

Eso es lo que se cuenta en este tebeo, dibujado con unas líneas temblorosas y rellenas de aguadas. Los repletos bocadillos, como los edificios, están desequilibrados, parecen a punto de derrumbarse, los personajes son feos y desastrados ––la narración nos indica que uno de ellos huele fuertemente a sangre y orina; es algo que intuimos nada más verle–– y cada una de las páginas contiene más texto escrito que cualquier cómic completo de esos de la famosa «descomprensión narrativa» a lo Planetary. Su lectura es, por tanto, un esfuerzo titánico y mareante. Su trasfondo, una barrabasada monumental. Podrían buscarse subterfugios intelectuales esgrimiendo algo así como que es una búsqueda de la identidad del Pueblo Elegido, un ejercicio dadaísta o un experimento cultural transgresor, pero sería más una invención del lector que del autor, quien no parece pretender otra cosa que contar lo que le da la real gana de la forma que más le apetece.

Tras semejante experiencia, uno se pregunta cómo ha podido disfrutar de tal disparate, denso y febril, sin estar mal de la cabeza, pero puede encontrar consuelo al descubrir que Ben Katchor cuenta entre sus muchos admiradores con los expertos en cómic y ganadores de sendos premios Pulitzer, Art Spiegelman y Michael Chabon. Quizá, la obra fuese una referencia para este último al escribir su brillante novela de ciencia ficción ucrónica El sindicato de policía Yiddish.

Quienes se atrevan con este tebeo y lleguen hasta el final, volviendo pacientemente atrás en las muchas ocasiones que uno se pierde entre callejuelas laberínticas, conversaciones insólitas, cambios de narrador y saltos temporales para comprobar que el autor, de alguna forma, tenía claro qué quería contarle, no obtendrá ninguna recompensa a modo de poso o sabiduría definible, pero descubrirá que el viaje pesadillesco ha merecido la pena, porque lo extraordinario, lo que no se parece a nada, a veces termina por calar en lo más profundo. Descubrirá, en definitiva, el placer de leer tebeos en su forma más extrema y radical.

Firma Invitada: Oscar Perez Varela

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Sputnik
Sputnik
Lector
18 septiembre, 2012 13:36

 Facllea!!! Sounds exactly like my kind of comic…