Capitán Meteoro Vol. 2 Cap. 5: Tunguska, Las Vegas (Parte 3, de 7)

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Por José Antonio Fideu Martínez

Capitán Meteoro, Archivos 8. Notas previas.

Título: “Tunguska, Las Vegas”



“Y el dragón se puso al acecho delante de la mujer que iba a dar a luz, con ánimo de devorar al hijo en cuanto naciera. La mujer dio a luz un hijo varón, destinado a regir todas las naciones con vara de hierro, el cual fue puesto a salvo junto al trono de Dios”.

“Y vi a la bestia y a los reyes de la tierra, y sus ejércitos coligados para hacer la guerra contra el que estaba montado sobre el caballo y contra su ejercito, y fue presa la bestia, y con ella el falso profeta, que a vista de la misma había hecho prodigios con que sedujo a los que recibieron la marca de la bestia y adoraron su imagen”.
“Y el dragón se quedó al acecho junto a la orilla del mar”.

Apocalipsis (texto sagrado cristiano: último libro del Nuevo Testamento).

V

Si a algo tenía miedo el Doctor Odran era a que, una vez muerto, sus restos reposasen lejos de su país natal, lejos de su querida Irlanda del alma. Temía a eso más que a la mismísima muerte, porque, a su manera, era un hombre supersticioso y se forjó una idea de lo que sería el más allá, mezcla de mito, de tradición cristiana, de filosofía de cosecha propia y de cuento hippie de ciencia ficción, en la que se veía a sí mismo reposando eternamente bajo un árbol, en perfecta comunión con los verdes espíritus del bosque, disuelto en las entrañas de la madre tierra, pero, de alguna forma, todavía siendo él mismo. Sin embargo este miedo, aún estando siempre presente, no llegó nunca a convertirse en una obsesión. A veces hablaba de ello y recordaba, medio en broma medio en serio, la leyenda de un antepasado suyo que todavía vagaba por el muelle de Galway, arrastrando su espíritu pecador por el mundo de los vivos cuando hacía décadas que debería descansar en paz. Se trataba de su tío abuelo Conor, condenado según él de esta manera, tras ahogarse en aguas del océano Atlántico con asuntos todavía pendientes… Sea como fuere, no sé si por la confianza que tenía en su propia suerte o simplemente porque era valiente y decidió no dejarse nunca derrotar por sus miedos, Declan Odran, dedicó su vida a correr mil aventuras, algunas de las cuales, quizás una mínima parte, ocurrieron en su patria, la gran mayoría fuera de ella…

Si preguntáis a cualquiera por el Doctor Odran, os dirá que era enemigo declarado de Conan Wild, y quizás no os engañen. Durante años lo fueron aunque ninguno llegara a buscar realmente la muerte del otro. Muchos lo llamarán villano sin vacilar, yo mismo he dudado en algunas ocasiones al respecto de su alineación con respecto a la ley, pero podría poner mi mano en el fuego, y no creo que me quemara demasiado, asegurando que fue, además, uno de los grandes héroes de nuestro tiempo, campeón de los hombres, aunque como hombre mismo, muchas veces se equivocara… En su tierra natal es todo un mito.

Al Doctor Odran se le conocía en el mundillo de los superhéroes también como el As de Tréboles. La leyenda, puede que en parte fomentada por sí mismo para ganarse la admiración y la atención de los que le rodeaban, contaba que, siendo niño, había encontrado un trébol de cuatro hojas en un bosque cercano a su casa. Desde ese día, había sido bendecido con una suerte sobrenatural casi infinita. Sinceramente no sé si la ganó así o de cualquier otra manera, pero sí que puedo dar fe de que era uno de los hombres más afortunados que yo jamás me haya encontrado: era apuesto, elegante, culto, inteligente y buen conversador. Odran era un hombre del renacimiento, doctor en medicina, ilustrado en ciencias y en letras, inventor, soldado de causas perdidas que nunca terminaron de ser derrotadas del todo, aventurero, explorador y un buen escritor. Sus libros de recetas de cocina, su colección de cuentos infantiles tradicionales y sus memorias de la guerra siguen vendiéndose bien todavía hoy… Las chicas irlandesas suspiraban al verlo pasar, y el día en que se decidió por una, la más bella, resultó ser también una mujer sincera, perdidamente enamorada, que lo quiso hasta el día de su muerte… incluso más allá de ésta, me atrevería a asegurar. Si de lo que se trataba era de jugar, de apostar, o de una competición de azar, era también el rey. A las cartas era casi infalible, podría haberse convertido en el hombre más poderoso del planeta simplemente dedicando una hora de su tiempo diario a jugar al póquer, aunque, con buen tino, no solía malgastar su suerte en ese tipo de pequeñeces. Si salía a pasear, los semáforos se ponían en verde a su paso, y nunca le llovía en una tarde de excursión. Si de lo que se trataba era de acertar un disparo en el momento álgido y crítico de la pelea, Odran era el hombre. Si lo que se necesitaba era un número que abriera por casualidad la caja fuerte o que desconectara el mecanismo del fin del mundo, Odran era el hombre también… Ignoro qué parte de su éxito se debía verdaderamente al azar y qué tanto por ciento era determinado por su inteligencia, su habilidad o sus otras virtudes. Quizás el doctor escondiera muchos superpoderes bajo la capa de su supuesta fortuna sobrenatural… Lo cierto, es que, en los años en los que lo conocí, al menos en tres ocasiones le vi regalar a personas distintas, muy necesitadas de suerte todas ellas, su famoso trébol de cuatro hojas. Llegué a pensar que tendría un invernadero en el patio de su casa, repleto de tiestos, de los que tomaría las hojas mágicas para usarlas a modo de tarjeta de visita…

Es cierto que él y Wild nunca se llevaron bien, los afectos y los desafectos suelen ser mutuos, y ellos dos simplemente se caían mal… quizás eran demasiado parecidos como para soportarse –uno racionalmente protestante y el otro empíricamente católico-, demasiado grandes o demasiado hinchados como para compartir el mismo espacio, pero, que yo sepa, Odran nunca preparó una trampa para acabar con la vida de mi amigo Conan, ni creó robots, ni contrató sicarios para que lo acosaran. El caso es que, estoy seguro de que su nula afinidad personal pesó más en el hecho de terminar señalándose como enemigos que, quizás, la orientación de la lucha que ambos trataron de llevar a cabo…

Creedme, sé lo que digo. No me olvido de los orígenes de Odran, tan cercanos a grupos independentistas al margen de la ley, ni de su aparente neutralidad durante la guerra mundial, de sus tratos con Alemania en tiempos de peligro, ni del hecho de que su rostro apareciera en carteles que lo señalaban como ladrón y enemigo público. Es cierto que su amor desmedido a Irlanda estuvo a punto de hacerle caer por una sima de la que le habría costado salir. Sé que tuvo contactos con los nazis poco antes de empezar la guerra en busca de ayuda para sus batallas contra los ingleses, políticas y no tan políticas, pero no es menos cierto, que, una vez conocido el verdadero rostro de sus aliados de entonces, Odran cambió de bando y ya nunca volvió a dudar. Durante la contienda, aunque muy pocos llegaron a confiar plenamente en él, se le utilizó en muchas ocasiones, algunas de ellas sin demasiado acuerdo por su parte… Le vi luchar en el barro como un jabato. Peleó alguna vez a mi lado… Todavía puedo recordarlo como si fuera hoy. Al principio era siempre reticente, se hacía de rogar y fingía una antipatía, un disgusto y una desgana que le duraba, justamente, hasta un instante antes de entrar en harina. Luego, cuando la cosa se ponía fea, encontraba siempre una excusa, un amigo caído o el gesto de una madre en medio de la desolación o una frase de propaganda en un cartel con la que disentía… y se lanzaba al combate como si el propio Marte custodiara su espalda. Parecía que no temía a nada ni a nadie, y eso a pesar de que no tenía superfuerza, ni lanzaba rayos, ni volaba, ni nada por el estilo… Vestido siempre con su casaca verde, con aquel trébol blanco bordado en el pecho, la capa ondeando al viento, su inteligencia, su ánimo y su buena fortuna, eran suficientes para decantar casi cualquier batalla en su favor. No por nada fue condecorado tres veces en aquellos años…

Los que no conocen con exactitud los pormenores de su historia, que es en parte también esta historia que trato de contar, se sorprenden de que un día, la suerte abandonara a Odran de una manera tan violenta. La fortuna es lo más parecido que existe a una mala mujer, es capaz de permanecer a tu lado durante años, concediéndote pequeños favores, para rechazarte en el momento que más la necesitas… De cualquier forma no creo que en su caso se pueda decir que terminó dándole la espalda. Creo que incluso en la muerte, fue afortunado… Rectifico, quizás sea más correcto afirmar que su muerte fue una bendición para nosotros, para toda la raza humana…

Me ha contado su mujer que todo comenzó en el Auld Dublin, un pub de Belfast al que él solía ir mucho. Apuraba una cerveza negra con Morrigan y Balar y se entretenía revisando un viejo dossier que había caído en sus manos años atrás. Fuera llovía. Era el invierno de mil novecientos sesenta y ocho y, allí sentado, tomó una decisión que marcaría su destino y quizás también, de alguna manera, el de todos nosotros. La excusa fue “necesito dinero”, la razón real “me aburro”. Llevaba demasiado tiempo vagando por la ciudad como un alma en pena, acostándose demasiado pronto, levantándose para llevar a la niña al colegio y recogiéndola luego a su hora. Sus correrías se habían reducido a ir a jugar al parque con la chiquilla, ir al mercado, salir a pasear, comprar el periódico o reunirse con los viejos amigos para rememorar batallas pasadas. Necesitaba una aventura para sentirse de nuevo vivo y aquellos papeles extraños prometían una muy grande… Odran era un poco supersticioso, casi todos los católicos de una u otra manera lo son y, por eso, antes de salir en una misión, visitaba siempre una iglesia y se despedía de la familia, de su mujer y de su pequeña Ciara, como si no fuera a verlas más… en esa ocasión lo hizo también.

-No te vayas, Declam –le rogó su esposa doblando una de sus guerreras-. ¿Te acuerdas de la pesadilla que tuve anoche? Me desperté con el corazón desbocado porque te vi muerto… Un demonio horroroso bebía de tu garganta.

-¡Ya estamos otra vez con los malos augurios! Me recuerdas a mi abuela Iris, que en paz descanse… La pobre mujer se pasaba el día en la iglesia porque cualquier cosa que se encontraba fuera le olía a azufre y a Belcebú… Nunca pudimos tener gato por su culpa…

-No te burles, anda…

– Te preocupas demasiado, amor mío –contestó él mirándola de soslayo y sonriendo-, no me voy a ninguna guerra. Esta vez no habrá enemigos con rayos desintegradotes ni robots asesinos. Voy a husmear un poco, nada más…

-Pero, es que, me pareció tan real. Me desperté helada…

-¡Anda, anda, mujer! No estás casada con un carpintero, ni con un oficinista ni con un vendedor de seguros… Estás casada con el doctor Odran. Es así, ¿verdad? Mi suerte me acompañará… No iré solo, no te preocupes…

-¡Irlandés cabezota! Está bien, sé que no podría convencerte nunca –la mujer dejó su tarea por un momento y apartando las camisas y las chaquetas, se acercó hasta una cómoda cercana, sacó un rosario de un joyero de madera y se lo entregó a Odran-. Toma, coge esto –le ordenó-. Te protegerá, es un relicario de San Patricio. Llévalo al cuello y ningún demonio beberá tu sangre… Al menos dame ese gusto.

-Vale, me lo llevo con la condición de que tú dejes de ofrecer misas y de poner velas para protegerme… ¿Sabes?, me lo ha contado todo el padre O´Flynn…

El informe, un dossier de unas trescientas páginas de hojas amarillentas mecanografiadas y calificadas por un sello alemán como de alto secreto, hablaba de una serie de misiones de exploración enviadas al Tíbet, unos años antes, por los altos mandos del Reich. Con gran profusión de detalles, incluyendo fechas, mapas, anotaciones manuscritas y fotografías, se trataba de justificar el objetivo final de la búsqueda. Se decía que un objeto venido de más allá del espacio exterior había caído en algún lugar de la cordillera del Himalaya, prometiendo un poder, una tecnología superior, que sería un premio sin igual para aquel que diera con ella, para quien la sacara del helado olvido en el que el azar la había sepultado… Habría que tener mucha suerte para dar con ella, desde luego… Él la tenía.

Cuatro meses y medio después de aquella tarde, se despidió también del sherpa Dirhkiam a la falda de una colosal montaña de hielo. En poco tiempo, él y Odran habían llegado a trabar una profunda y sincera amistad. La severa realidad de la vida de aquella gente y su manera resignada y alegre de asumir un día a día tan duro, hicieron que el doctor se sintiera en total comunión con ellos. Antes de partir, los hombres sabios de la aldea de Dirhkiam habían entregado al doctor el título de Padre Guía. Las enseñanzas del Budismo sherpa hablan de la comprensión y el encuentro espiritual entre todos los seres de la naturaleza. Probablemente ésta es la razón de que la hospitalidad y la aceptación hacia los occidentales sea algo aparentemente innato y natural en este pueblo. Además, durante su estancia con aquellos hombres, dos semanas y unos días, Odran había curado de sus enfermedades a casi todos los enfermos del lugar y había ayudado a morir sin dolor a los que no pudo auxiliar, un par de ancianos cuyos males se escapaban de toda posibilidad de tratamiento. Trabajando sin descanso, había construido un molino portátil que abastecía de calor al poblado, un ingenio extraño para ellos, que aprendieron a usar rápidamente. Con el mismo mecanismo se calentaban las tiendas, se hacía funcionar un horno y se fundía la nieve para obtener agua… Y por si esto fuera poco, Odran, siempre previsor, dejó buena parte del contenido de su mochila en la aldea. Serían cosas que seguramente no necesitaría; una radio, algunas medicinas, semillas, un rifle y balas, un espejo, y algunas fruslerías más… Le entregó también a Dirhkiam en pago a sus indicaciones y a su compañía, antes de decirle adiós, media bolsa con monedas de oro. Llevaba siempre cuando salía de viaje un saquito lleno; las había mandado acuñar y a veces las repartía o las usaba para conseguir cosas. El oro era moneda de cambio en cualquier lugar del mundo. Cuando tocaba hacer tratos con ellas, poco importaba que en una de las caras de la moneda apareciera su rostro y en la otra un trébol de cuatro hojas… Ningún gobierno habría dado aquellas monedas por suyas, de igual manera, y eso lo sabía bien Odran, ningún súbdito las habría despreciado…

-Esto también es para ti, amigo. Es mejor que el oro. Te traerá suerte –y hablándole así, colocó en la palma de la mano del tibetano un trébol de cuatro hojas-. Lo encontré siendo niño en un bosque cercano a mi casa… Desde entonces la fortuna nunca me ha abandonado…

Al poco de empezar a caminar solo, un viento gélido y arisco, casi un lamento transportado desde la lejanía de las cumbres, le advirtió de lo peligroso de la misión que estaba a punto de emprender. Volviendo el rostro hacia atrás, se despidió con pena del que fuera su compañero de aventuras durante tantos meses. Sin moverse del sitio, el sherpa lo vio alejarse, quizás avergonzado por haberlo abandonado así, tan cerca de la meta, a buen seguro decepcionado por su fracaso al intentar convencerlo de que desistiera en su búsqueda. La montaña por la que tan lentamente ascendía Odran era territorio prohibido para los habitantes de aquel lugar, siempre lo había sido; se decía que espíritus malignos la custodiaban… en los últimos años, lo que había sido un rumor, una tradición sin mucho fundamento basada más en cuentos de viejas para amedrentar a los niños que en autenticas verdades, se había transformado en una realidad peligrosa. Los hombres que se atrevieron a vagar por allí, extranjeros con poco seso la mayoría, desaparecieron sin dejar rastro. Los animales rehuían el paraje y parecía que un halo de muerte había cubierto la montaña entera y el valle que quedaba tras ella… Odran, supersticioso a su manera, se atrevió a seguir adelante azuzado únicamente por el recuerdo de los testimonios de los ancianos de la tribu. Le aseguraron que allí, tras aquel muro de piedra y hielo, encontraría la salvación para la humanidad… Dirhkiam, sin embargo, viéndolo desaparecer en la lejanía, no llegaba a entender que podría haber en aquel lugar que fuera tan importante como para forzar a un hombre a arriesgar su vida adentrándose en tierra maldita…

Tres días más tarde, el doctor Declam Odran, el As de Tréboles, llegó por fin a la cima de la montaña. Haciendo uso de las pocas fuerzas que le quedaban, se agarró a la última roca y levantando el cuerpo en precario equilibrio, se asomó a al otro lado, mirando por encima de ella. Efectivamente, allí estaba su premio, perfectamente conservado bajo una capa de hielo no demasiado gruesa… Lo había encontrado. Era verdad; todo lo que esos locos habían escrito era cierto… Dio gracias a Dios por su suerte una vez más: los nazis no habían conseguido hacerse con la nave. A la vista de la cercanía de la meta, las fuerzas regresaron. Tras sentarse un momento para dar un trago y comer algo, olvidándose del frío y de la fatiga emprendió el descenso. Al anochecer llegó al valle y montó su tienda de campaña en un abrigo rocoso cercano. Aunque ansiaba poder acercarse más, comenzar a explorar y a investigar su hallazgo, el cansancio y el frío le obligaron a claudicar. Al día siguiente, con sol y ya descansado, tendría tiempo de sobra para empezar sus pesquisas… Sería otra cosa.

Esa noche pasó miedo, no lo habría reconocido ante nadie, pero así fue. Por primera vez en años se sintió como un niño asustado por la tormenta. La ventisca trajo hasta su lecho extraños ecos que él pensaba inventados, macabras creaciones del azar que empujaba las masas de aire haciéndolas chocar contra la roca y gemir, espejismos del cansancio y de la soledad, demasiado parecidos a rezos y a llantos de lo que habría sido deseable… Se sintió observado y sólo pegando la espalda contra la pared de piedra consiguió dormirse. Pesadillas febriles turbaron su descanso: los demonios lo visitaron en sueños tratando de quebrar su voluntad, drenando la poca fuerza de ánimo que le quedaba, gritándole que se marchara de allí… Despertó con el corazón desbocado y, tuvo que asomarse fuera para asegurarse de que estaba sólo… Al principio creyó entrever formas oscuras recortándose contra el gris de la lejanía. La imaginación, que a veces juega malas pasadas, le hizo ver fantasmas, espíritus perdidos que lo esperaban para arrastrarlo al infierno. Odran maldijo a sus pecados por encarnarse precisamente allí, aquella noche… Luego, unos aullidos extraños, quizás manadas de lobos peleando al otro lado del valle, o el viento de nuevo fingiendo estar vivo, lo trajeron de regreso al peligroso y frío mundo real. Tuvo que encender una hoguera a la entrada de su tienda para quedar tranquilo… Por suerte la ventisca borró del horizonte aquellas siniestras siluetas apenas dibujadas. Tan cansado como estaba, le costó volver a conciliar el sueño de nuevo. Lo logró agarrándose al crucifijo que colgaba de su cuello bajo la camisa… Tocar el relicario de madera y sentir el tacto cálido del cuerpo de su esposa, casi su aliento en la nuca, todo fue uno.

Al amanecer, esos miedos parecieron esfumarse de golpe con la claridad del nuevo día. Sin embargo no tardó mucho en empezar a sorprenderse el doctor. Efectivamente había huellas en la zona. Multitud de huellas de hombre, de diferente forma y tamaño, calzado de alpinista dando fe de que realmente había sido visitado en la oscuridad… Y también encontró sangre… rojo muerte sobre el blanco de la nieve… No lo había soñado, no habían sido visiones engendradas por el miedo…

Lo más extraño de todo: no halló ningún cuerpo en los alrededores…

Recordó las palabras de su esposa: “Me desperté con el corazón desbocado porque te vi muerto… Un demonio horroroso bebía de tu garganta”.

Tuvo que hacer de tripas corazón para continuar con su misión y si no se marcho inmediatamente de allí fue, quizás, porque el misterio que lo esperaba lo llamó con tal fuerza, atrayéndolo como el canto de una sirena, que casi ni pudo resistirse. Los otros peligros le parecieron nimiedades ante la posibilidad de encontrar y llevar a su patria un tesoro como aquel. Descontando el tamaño increíble de aquel artefacto, primer motivo de asombro, otra cosa le llamó la atención de manera inmediata. El objeto había quedado enterrado muchos años atrás, eso era evidente a juzgar por el grosor de la capa de hielo que lo cubría y, sin embargo, en medio de aquella planicie helada, un extraño cilindro hueco se abría dejando un paso, una suerte de corredor inclinado, desde la superficie hasta las entrañas del pecio estelar… Odran se inquietó todavía más. O bien algo había salido de allí dentro o bien alguien había entrado… Sus sospechas se confirmaron de golpe cuando terminó de descender hasta el fondo. Junto al hueco que conducía al interior de la nave, una pequeña abertura aparentemente tallada a pico en el hielo, encontró algo que lo dejó paralizado: montones de cuerpos congelados. Algunos hombres uniformados, un par de finlandeses, al menos otros seis montañeros de nacionalidad desconocida y varios tibetanos, -los hermanos perdidos de la tribu de Dirhkiam y seguramente algún otro de poblados cercanos-, sherpas muertos con el cuello desgarrado, secos de sangre… Y junto a ellos tres cuerpos más. Destacaban en medio de aquel mausoleo helado por el uniforme alemán y por lo siniestro de su estado: sin cabeza, decapitados y abandonados a su suerte, allí, al parecer no hacía mucho. A diferencia de los otros cadáveres, este grupo no había quedado atrapado por el hielo. Al principio a Odran le pareció que acababan de morir, pero al examinar los cuerpos descartó la idea. Su piel aparecía acartonada, momificada, sin tejido y seca de cualquier rastro de vida cercana. No, desde luego no habían sido estos los que habían rondado su tienda la noche anterior… Al menos vivos. Celaban la entrada, eternamente paralizados, con la misma expresión de terror indescriptible repetida en cada uno y, junto a ellos, una horrible colección de animales disecados por el frío, ya odres vacíos de vida, abandonados y despreciados… El espectáculo era dantesco; un auténtico museo del horror. Tras examinar dos o tres cuerpos más, Odran se quitó las manoplas y desenfundó la pistola. Todos mostraban las mismas heridas. Ninguno había sangrado… Era médico, sabía bien las consecuencias de lesiones como aquellas… y, sin embargo, ya digo, no había ni rastro de sangre… Necesitó asegurarse de que el rosario seguía allí, protegiendo su garganta.

Un sendero de huellas indicaba claramente el camino a seguir. Eran huellas aparentemente humanas, pisadas sobre pisadas, marcadas mil veces en uno y otro sentido. Efectivamente, alguien había entrado y salido de allí en muchas ocasiones, atravesando la grieta en el hielo y refugiándose en el interior de la nave. Con mucha precaución el doctor Odran se adentró en la oscuridad. Al poco de empezar a caminar por las entrañas de la nave, un lamento lejano se hizo claramente audible. No lo había imaginado, estaba realmente allí, en las profundidades, y no se trataba del viento rozando contra las rocas. Por un instante quedó petrificado. No era posible… Le pareció escuchar una monótona plegaria -apenas reconoció la lengua, quizás arameo antiguo-, y solapado con el rezo, un quejido, una especie de llanto, que se detuvo en el mismo momento en el que el eco de sus pasos comenzó a resonar por las oquedades heladas que formaban las entrañas de la nave, llevando la nueva de su llegada. Supo así que no estaba solo. Obtuvo a la vez otra certeza: fuera lo que fuera, lo que esperaba allí dentro había notado su presencia igualmente. Quizás ya corriera a su encuentro… Por un momento pensó en correr él también, pero no lo hizo. Con mucho cuidado siguió adelante, apagó su linterna y sustituyó la iluminación parcial de la bombilla por la visión teñida de verde de sus gafas de visión nocturna. Se retiró la capucha y sin dejar de caminar, abrió la bolsa de cuero que colgaba sobre su cadera izquierda para sacar un par de bengalas… Le hubiese gustado tener otra cosa: quizás ajo y una estaca de madera. Al poco de empezar el camino -habría atravesado sólo uno o dos pasillos, los del principio-, barruntando que aquel laberinto de corredores pudiera complicarse todavía más, decidió también dejar un rastro para no perderse a su vuelta. Era hombre inteligente y sabía que planear una huída era tan importante como calcular un ataque. Le quedaba todavía medio saquito de monedas: colocaría una en cada intersección, en algún rincón poco visible… Luego, no tendría más que seguir el rastro, al estilo de Hansel y Gretel en el cuento, para encontrar el camino de vuelta.

Le pareció irónico: si le hubieran preguntado mil veces por las sensaciones que un hallazgo como aquel, un vehículo venido de otro mundo, produciría en el descubridor, habría hablado de estupor, de admiración, de vértigo, de alegría o de optimismo. Habría hablado quizás también de nervios, de plenitud, de sensación de triunfo… nunca de miedo. Y sin embargo, era eso, puro miedo, lo que sentía en aquel momento. Él, que había luchado en mil batallas, que se había enfrentado a adversarios terribles, que había afrontado todo tipo de desafíos, tenía miedo… Había algo allí, en aquel ambiente helado que le ponía los pelos de punta. Un escalofrío recorrió su espalda… ya era tarde para huir. Colocó la primera moneda en el suelo…

Siguió caminando en busca de una situación estratégica mejor desde la que organizar la defensa del ataque que intuía. Un pasillo no era buen lugar para enfrentarse a un enemigo desconocido, fuera el que fuese. El rezo continuaba, el llanto había cesado. Al poco de reanudar la marcha, las gafas se le antojaron inútiles. Las máquinas que en la parte más cercana al casco parecían muertas, comenzaron a cobrar vida conforme se adentró en el interior de la nave. Como si estuvieran embrujadas, las paredes se tiñeron de color a su paso y la luz, una luz cambiante y caprichosa de mil tonalidades, fue escoltando su avance a partir de ese momento. Unos minutos más tarde, confirmando sus sospechas, el pasillo se había bifurcado cien veces y, lo que era un pasadizo peligroso, se había transformado en un laberinto mortal. Pensó que el habitante que se escondía en las profundidades, seguramente el mismo que había dado caza a los hombres de la entrada, conocería aquellos vericuetos como la palma de su mano. Comprendió que urgía buscar un lugar más seguro y apretó el paso. Llegando al final del corredor, una membrana semitransparente se abrió y por el hueco, Odran accedió a una gran estancia con paredes forradas de cristal… Le pareció un buen lugar para cambiar de rol, para pasar de ser presa a ser cazador.

La sala era tan sorprendente como el resto del aparato. Metal, brillantísimo, y vidrio, pulido de mil formas distintas se alternaban de manera aparentemente caótica, ora formando estalactitas, ora una columna, manando de paredes y suelos o dividiéndose en mil nervaduras luminosas que luego se extendían por techo y paredes… Encontró, a un lado, una especie de mampara de metro y medio de alto igualmente iluminada -en realidad una maraña de raíces entrelazadas de aspecto mineral-, y decidió esperar allí, parapetado durante un rato, para ver qué ocurría. Tomando aliento obligó a su pulso a tranquilizarse. Luego, más clamado, accionó un botón de su cinturón activando el sistema de camuflaje… y desapareció. El aparato consumía mucha energía y las baterías estaban casi agotadas. Durante su viaje había usado gran parte de la carga eléctrica para hacer más fácil su supervivencia, sobre todo para conseguir luz y calor… en ese momento se arrepentía de haberlo hecho. Tendría protección durante menos de un cuarto de hora.

Los minutos pasaron lentamente, hasta que, al final, un soplido le advirtió de que alguien había abierto una puerta a su derecha, justo enfrente del lugar por el que había entrado él. Intentando no hacer ruido, giró la cabeza y miró hacia allí. Esperaba que, fuera quien fuera, no advirtiera su presencia y pasara de largo. La estancia era enorme y él se encontraba lejos y bien escondido. Con un poco de suerte así sería…

Sin ninguna prisa, el recién llegado entró caminando con porte regio y, tal y como él había esperado, atravesó la sala sin reparar en nadie, para terminar saliendo por la puerta de enfrente. Al principio Odran no pudo asegurarse siquiera de que se tratara de un hombre. Alto, de casi metro noventa, muy, muy delgado, la piel blanca como el mármol de una lápida y los ojos negros, si alguna vez había sido humano, en aquel tiempo, desde luego, se había alejado tanto de los estándares de la especie, que ya casi ni lo parecía.

Por un momento, se sintió aterrado, le pareció estar viendo un fantasma o un demonio y, sólo al fijarse en los detalles de su uniforme, un traje de cuero oscuro adornado con las insignias propias de un oficial de las SS, comprendió que aquel ser era de este mundo. Recordó inmediatamente una historia que un veterano canadiense le contó al terminar la Guerra Mundial: el hombre, un soldado entrado en años que había visto casi de todo, le habló con voz temblorosa y mirada perdida de un monstruo nazi que diezmó su batallón, una noche, a las orillas del Meurthe. Los ojos del asesino quedaron marcados a fuego en la memoria del viejo sargento. “Ojos negros como pozos sin fin”, había dicho, “negros como la muerte misma”. Más de treinta soldados murieron de manera misteriosa en aquella ocasión y cuando, a la mañana siguiente, la policía militar llegó e inspeccionó la zona, apenas encontró huellas de los asaltantes. Informaron de que, aunque pareciera increíble, el ataque fue consumado por un solo hombre… La mayoría de los soldados canadienses fueron decapitados… Durante algún tiempo se extendió la leyenda de que los alemanes habían reclutado al mismísimo demonio… En vista del pánico que sus actos llegaron a provocar entre las tropas aliadas, muchos héroes buscaron a ese diablo alemán y alguno llegó incluso a contar un enfrentamiento contra él. Recordó una foto borrosa que le enseñó la Antorcha de la Libertad. Sí, desde luego, podía ser… Coronel Orlok se hacía llamar, como el vampiro de la película… Después, a los pocos meses, desapareció de golpe, sin más, y aunque su fantasma siguió atemorizando a los reclutas de guardia, ya no se volvieron a contar más ataques como aquellos… Inmediatamente recordó las listas con los nombres de los soldados alemanes enviados en diferentes misiones secretas a aquel lugar durante la guerra y ató cabos. Las piezas encajaron perfectamente en su cerebro formando una maquinaria lógica que empezó a andar sola, sin más necesidad de cuerda. Se vio a si mismo en la tranquilidad de una mesa en el Auld Dublín, junto a la chimenea, repasando una y otra vez las hojas amarillentas de aquel dossier y señalando con bolígrafo rojo unas iniciales. Al mando de la tercera expedición, dos letras, en realidad la misma, la “o” repetida un par de veces… Ningún nombre, sólo dos letras. Entonces le extrañó, no le encontró mucho sentido… Tanto en la primera como en la segunda misión los nombres, rangos y números de todos los participantes venían claramente reflejados…. En la tercera no… Faltaba el del responsable, y había sido sustituido, ya digo, por dos pequeños círculos. Bien podrían ser las iniciales de Oberst Orlock, el Coronel Orlock… Los relatos aterradores de los habitantes de la zona, los rostros desencajados de los cadáveres a la entrada, las historias de los veteranos de guerra, la premonición horrible de su mujer… todos los enigmas, se tornaron en evidencias obvias cuando aquellos ojos negros pasaron caminado por delante de él. ¿Era posible que hubiera permanecido escondido allí todo ese tiempo…? ¿Pero qué sentido tendría, pudiendo haber llevado la nave a Alemania?

Justo en el momento en el que el monstruo atravesó la puerta saliendo de allí, una lucecita verde se encendió en el cinturón de Odran, advirtiéndole de que en breves instantes su capa de camuflaje se disolvería por falta de energía en las baterías. Ya daba igual. La treta había surtido efecto… milagrosamente había funcionado. Había tenido suerte. Las tornas habían cambiado. Odran desactivó el aparato.

Más tranquilo, el doctor se preparó para atacar. Desde luego no quería terminar como los pobres desdichados de la entrada… No dejaría que nadie bebiera la sangre de su garganta y desde luego, no pensaba dejarse convertir en un monstruo. Ni por un instante se planteó otra posibilidad distinta a la lucha. Una claridad sobrenatural iluminó su entendimiento… Si el mecanismo de entrada se abría con la misma rapidez y tan silenciosamente como antes, el vampiro nazi tendría una luminaria ardiente clavada en medio de la espalda, antes de poder darse cuenta… Un poco de suerte sería suficiente…

Enfundó la pistola y agarrando una bengala en cada mano, se dirigió hacia el umbral. Un paso antes de llegar, mordió la anilla de la de su derecha y la escupió al suelo. Toda la pared quedó teñida por el reflejo del fuego rojo que empezó a manar de ella… Era el momento… La pared se deshizo como había ocurrido antes a su paso, abriendo un hueco por el que Odran se lanzó al pasillo. Como un kamikaze, seguro de que su adversario se encontraría tras el umbral, el doctor se abalanzó hacia el otro lado… para no encontrar nada. El pasillo lo recibió, con su vacía longitud y un silencio sospechoso que paralizó al irlandés. Sólo su corazón apresurado se atrevió a moverse. Tardó poco en darse cuenta de su error, en entender, de manera brusca, que la treta no había funcionado, que el adversario lo había conducido hasta donde quería. Era de nuevo presa… Lentamente subió la mirada. Justo sobre su cabeza se encontraba la muerte, agarrada con brazos y piernas a las paredes, sonriendo triunfante… Antes de que Odran pudiera reaccionar, Orlok giró en el aire y, soltando las piernas, le golpeó con una fuerza y una velocidad sobrehumanas. El doctor cayó al suelo y la bengala encendida salió disparada de su mano, dejando un reguero de chispas encarnadas, rebotando y yendo a parar al otro extremo del corredor. Entendió en ese preciso momento que su adversario era demasiado rápido, demasiado fuerte… Él, aun con toda la fortuna de su parte, no era más que un hombre.

-Hace años que nadie viene a visitarnos –dijo el nazi cayendo elegantemente frente a Odran-. Hemos estado sólo, acompañado unicamente por esos tres compatriotas de la entrada… Y anoche tuve que librarme de ellos también, por tu culpa… Querían beberse tu sangre… No entendían que te necesitaba… El ansia es difícil de controlar. Hay que tener una voluntad de hierro…

-Orlok, supongo…

-Bienvenido a mi hibernáculo, lecho de dolor y de sacrificio – efectivamente era él. Casi cualquier rastro de humanidad había desaparecido de la mirada del alemán. Los años, la soledad y el sufrimiento, habían conseguido llevar su locura hasta un punto del que jamás podría regresar, pero no cabía duda-. Debería usted haberse presentado, no es educado entrar en la casa de nadie a hurtadillas… aunque esa casa sea el infierno.

-Estaba abierto –contestó el doctor improvisando de la manera más convincente que pudo, tratando de ganar algo de tiempo-. Traigo un mensaje urgente para usted, herr Orlok…

-¿Un mensaje? ¿De quién…? ¿Todavía se acuerda alguien de mí…?

-Le traigo un mensaje del Führer, por supuesto… Ha de regresar usted a Alemania urgentemente… Se le reclama en Berlín –con todo el disimulo que pudo, Odran fue acercando la mano al cinturón. Lo hizo lentamente, tratando de que su treta quedara camuflada con los gestos de la conversación-. En menos de un mes se celebrará la ceremonia de coronación de Adolf Hitler como emperador del mundo conocido… La guerra ha terminado, señor, y él quiere que usted esté allí, a su lado… Hemos vencido…

-¿Hemos…? ¿Un sucio irlandés en el ejercito alemán…?

-Usted perdone, herr Orlok –dijo Odran fingiéndose ofendido-, pero mi país pasó a formar parte del eje en mil novecientos cuarenta y cinco… Muchos sucios irlandeses valientes han muerto por el Reich… No debería usted hablar así.

-¿Tiene usted algún documento que apoye su afirmación…?

-Por supuesto, herr coronel, déjeme buscar –Odran aprovechó para fingir que rebuscaba en su bandolera…

Por un momento se hizo el silencio. Orlok bajó la mirada y empleó apenas unos segundos en decidir cual sería su respuesta a palabras tan sorprendentes. En su rostro ajado se dibujó una mueca, caricatura histérica que sólo ligeramente recordaba lo que antaño debió ser su manera de sonreír, como si de verdad degustara las noticias del recién llegado, y luego, repentinamente, sin decir nada, se lanzó sobre Odrán con una velocidad salvaje, rabioso como un perro. Cuando lo hizo, el irlandés ya no estaba allí. Un segundo antes había desaparecido y ya corría hacia otro lugar tratando de buscar un contraataque, tratando de sobrevivir. Había conseguido salvarse… había tenido suerte. El cuchillo del nazi describió una trayectoria curva cortando el aire pero sin logar herirle.

-Si sabían que estaba aquí, me pregunto por qué no enviaron a nadie antes a buscarme… Tengo sed –gritó Orlok loco de furia…

Odran se desplazó todo lo rápido que pudo, procurando no hacer ruido. Le dolía la muñeca derecha, pensó que seguramente la tendría fracturada. Antes de alcanzar el final del corredor, ya pudo ver la primera moneda en el suelo. La dejó; llegado a la intersección, buscó con la mirada la segunda y girando hacia la izquierda se encaminó hacia ella. Esa sí que la cogió. Volvió atrás la vista con la esperanza de no encontrar a su perseguidor y, al saberse solo, más tranquilo, tomó aliento y trató de pensar en algo… Tenía que seguir huyendo sin detenerse, pronto dejaría de ser invisible, pronto Orlok estaría a su espalda…

-Da igual que te escondas, estúpido –gritó el alemán desde el fondo del corredor-. Puedo oler tu miedo a un kilómetro… igual que hice antes. Bien, si así lo quieres, jugaremos un poco… Estaba dispuesto a darte una muerte dolorosa y lenta a cambio de un pequeño servicio… Ahora te daré una muerte muy dolorosa y muy lenta y te obligaré a servirme después… Anda, corre cobarde… ¡Corre…!

Odran pudo escuchar los pasos de su perseguidor en la lejanía. El coronel había empezado la caza. Se agachó a coger la tercera moneda… De repente lo tuvo claro… tenía que llegar a fuera, al hielo, a la luz. Por algún motivo que no podía terminar de explicarse, sabía que si llegaba a salir encontraría la salvación… Siguió caminando con paso apresurado, cada vez el monedero pesaba un poco más y ése era el mejor síntoma.

-Corre, sucio irlandés, degusta la poca vida que te queda… Hace años que no jugaba a este juego… y me gusta… me gusta mucho. No hay néctar más sabroso que el miedo de un hombre…

Un zumbido persistente avisó al doctor de que la batería de su cinturón se había agotado finalmente. Casi en el mismo momento, la capa de ofuscación del irlandés se esfumó y de ser un fantasma, Odran pasó de nuevo al mundo de los vivos. No sabía si permanecería mucho tiempo en él… Había recorrido ya casi todo su trayecto. A lo lejos, la última moneda brilló y, más allá del destello, el pasillo se oscurecía totalmente, señalando la meta. Tras aquel último corredor sombrío se encontraba la salida, el túnel en el hielo que unía el infierno con la salvación…

De repente, Odran volvió a sentir la presencia de su esposa. Giró la cabeza y, casi a la vez, el rostro de su querida Deidre y el de Orlok se solaparon, uno en su mente y otro al final del pasillo, a su espalda, asomando con parsimonia. Ella representaba la liberación, él la perdición. Recordó sus palabras: “Te protegerá. Llévalo al cuello y ningún demonio beberá tu sangre…”. El alemán lo señaló con su cuchillo… Odran se llevó la mano al pecho. El relicario seguía allí…

-Sólo sigues vivo porque yo quiero… me merezco un rato de diversión, después de tanto tiempo…

Declam Odran era católico e irlandés y, como buen católico, era también supersticioso. Para Odran las leyendas tenían casi tanto valor como las leyes de la física. Un encuentro en medio de la noche con un gato negro anulaba su poder, su suerte, durante, al menos, un par de días. Los fantasmas eran para él residentes de las sombras, tan reales como los vecinos del quinto. Los duendes y las hadas habitaban, según creía, los bosques de Irlanda, y un trébol de cuatro hojas podía otorgarte fortuna infinita… Para Odran, un crucifijo era la mejor arma contra un vampiro… O quizás no, quizás era demasiado inteligente para creer en todo ello y hacía uso de esas supersticiones sólo como parte de un juego que siempre le benefició. Quizás esa actitud fue solamente una pose y él se rió siempre en secreto de los que pensaron así. No lo sé. Lo que sí sé es que, en aquel último momento, viendo la muerte tan cerca, el doctor se agarró a la única esperanza que le quedaba, aunque esa esperanza no fuera demasiado lógica o racional. Con un movimiento decidido, el doctor se llevó la mano al cuello y, de un tirón, se arrancó el relicario que le había entregado su mujer antes de salir de viaje. Algunas de las cuentas del collar cayeron al suelo frente a él, rebotando dos o tres veces y perdiéndose de vista… Orlok, que había aparecido ya del todo, de cuerpo entero al otro lado del pasillo, avanzaba sin ninguna prisa hacia su posición, como una pantera al acecho, pavoneándose, seguro de su victoria…

-¿Escuchas ese rezo? –preguntó el vampiro-. Llevo años soportando el dolor que esa monserga horrible me causa y, sin embargo, no he abandonado mi misión. Cada día es un suplicio, lloro y me desespero, los segundos son ácido que corroe mi cordura –por un instante Orlok pareció un anciano enfermo a punto de echarse a llorar. Luego su gesto volvió a ser el de antes: ira y furia destiladas-, pero no me he movido de aquí. No me moveré. Mi voluntad es acero. Tengo una tarea… y voy a cumplirla. No te preocupes, antes de matarte te llevaré adentro y te sentaré a mi lado… Te mantendré vivo todo el tiempo que pueda y te presentaré a mi compañero… ¿Eres católico, irlandés? Verás como la muerte te parece distinta cuando veas a quién tengo ahí escondido…

Odran arrojó el crucifijo a sus pies, entre él y su perseguidor, esperando que las leyendas fueran ciertas… El nazi rió a carcajadas al ver la actitud de su presa, el vano intento de salvación con el que pretendía zafarse de su destino.

-¿Un crucifijo….?

El doctor retrocedió muy despacio, sin dejar de mirar al vampiro, esperando a que el coronel se moviera para saber si, finalmente, su esposa llevaba razón, si su treta había funcionado… si la suerte le había sonreído. Estiró de la anilla de la bengala que le quedaba, por si acaso… Orlok dio un paso decidido… y luego otro y otro. Al quinto, se encontró ya casi a la altura del relicario. Esperaba pasar sobre él sin problemas. Tenía pensado poner su bota encima para aplastarlo, y se veía ya riendo a carcajadas frente al rostro aterrado de su decepcionada víctima… pero no pudo… De repente algo extraño ocurrió en la cabeza del alemán: quedó bloqueado, temblando, y le fue imposible avanzar más… Un miedo profundísimo brotó del fondo de su inconsciente, impidiéndole dar el último paso. Ni siquiera él mismo habría sido capaz de explicar lo que le ocurrió. Odran habría recurrido a la leyenda, a la superstición, y se habría reafirmado en su idea de que un vampiro tiene que retirarse ente la visión de un símbolo sagrado. Seguramente, de haber sido Conan Wild el protagonista del suceso, lo habría explicado de otra manera.

-Condicionamiento clásico –habría afirmado Conan, siempre tan racional-. Tras tantos años lanzándose sobre la figura del hombre encerrado en la nave, un hombre que según Orlok era el mismísimo Jesucristo traído de vuelta de más allá de las estrellas, y tras haber sufrido dolorosísimos castigos cada vez que lo había intentado, el alemán quedó condicionado, asociando el daño producido por el campo de fuerza que lo protegía, el sufrimiento físico, con la imagen del judío. Tantas veces intentó Orlok acabar con la vida de su acompañante, que su cerebro desarrolló una psicosis misteriosa… Él, desde luego, no fue conocedor de este condicionamiento, pero estaba ahí. Más tarde, al ver el crucifijo, relacionó inconscientemente la talla con su experiencia pasada, y el trauma afloró…

Sea como fuere, el caso es que Odran se vio salvado. Comprendió que su cazador no podría ya nunca abandonar la guarida, porque el único camino de salida había quedado bloqueado por el crucifijo… Recordó el rostro calido y siempre sonriente de su mujer y dio gracias a su suerte por haberla conocido…

-Lo siento, herr Orlok, pero aquí acaba nuestro juego…

-¡Sucio bastardo! –aulló retrocediendo el nazi.

-Por cierto –dijo sonriendo Odran-. La guerra terminó en el cuarenta y cinco… Alemania perdió, y Hitler se voló la tapa de los sesos… Una tragedia…

Sin prestar más atención a su enemigo, el doctor dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. Al fondo ya veía la catarata de luz que se colaba del exterior, una luz azulada cargada de esperanza… Finalmente la suerte había vuelto a sonreírle otra vez… ni siquiera en una situación tan desfavorable le había abandonado. Ningún demonio bebería su sangre.
Los últimos pensamientos de Odran debieron ser pensamientos felices. Seguramente le vinieron a la cabeza los rostros de su mujer y su hija, y seguramente volvió a sentirse un vencedor… regresaría a casa y volvería de nuevo a aquel lugar… aunque desde luego no lo haría solo. Llamaría a Tozeur o al Capitán Meteoro o a Morrigan, y acabaría el trabajo…

Nada quedaba ya por hacer allí más que marcharse.

Justo cuando se disponía a hacerlo, estaba a punto de agacharse para salir por la grieta de hielo hacia el exterior, Odran notó un agudísimo dolor en la espalda, una punzada que atenazó sus músculos y lo dejó sin fuerzas. No pudo más que someterse, herido de muerte como estaba. Casi de manera inmediata comenzó a faltarle el oxígeno y se sintió mareado. Tuvo tiempo solamente, antes de caer al suelo, de llevarse la mano hacia el hombro. Cuando se miró la palma, la vio cubierta de sangre… No dijo nada. Orlok no podría atravesar el corredor, pero su cuchillo sí… Escuchó una carcajada de triunfo y luego, el mundo desapareció.

La bengala cayó a su lado, todavía escupiendo chispas, y lánguidamente rodó hasta la pared de enfrente donde terminó de consumirse.

Declan Odran cayó muerto allí mismo, con el corazón partido en dos. Los que no conocen con exactitud los pormenores de su historia, que es en parte también esta historia que trato de contar, se sorprenden de que un día, la suerte abandonara a Odran de una manera tan violenta. La fortuna es lo más parecido que existe a una mala mujer, es capaz de permanecer a tu lado durante años, concediéndote pequeños favores, para rechazarte en el momento que más la necesitas… Sin embargo no creo que en su caso se pueda decir que terminó dándole la espalda. Al menos, yo creo que no fue así. Todos tenemos que morir antes o después, no fue desventurado por ello… Aunque su espíritu tuvo que esperar, finalmente el cadáver del As de Tréboles sería encontrado y transportado de vuelta hasta su Irlanda natal. Reposa eternamente, desde entonces, bajo un árbol en Galway, como quiso siempre… Hasta en eso fue afortunado.

Todo esto lo supe porque él mismo me lo contó: cuando lo hizo, era ya un fantasma liberado a punto de abandonar este mundo… Iba en busca de la luz de Dios, según dijo.

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Némesis
Némesis
27 octubre, 2009 13:56

Si los capítulos anteriores de esta historia coral eran interesantes, éste se ha superado. El retrato del As de Treboles como un héroe truhán y elegante, con todas sus imperfecciones, y su resolución frente a la adversidad queda culminada con la frase: «soldado de causas perdidas que nunca terminaron de ser derrotadas del todo». Además, el rumbo que toma la historia cada vez es más atractivo. Sólo puedo celebrar que ya queda un poco menos para conocer el desenlace…

Ailegor
Ailegor
27 octubre, 2009 15:19

Me encanta Odran. Vaya personaje más chulo!!! Qué pena que tenga ese final. Pero creo que para tener emoción debe ser así. Bueno, como siempre Fideu en su línea: nunca me defrauda.
Un saludo para los lectores de zonanegativa.

Fideu
Fideu
27 octubre, 2009 17:54

Hola amigos:
Esta semana parece que somos pocos, aunque estoy seguro de que muy buenos… No todod los días tienen uno la posibilidad de intercambiar opiniones con dos grandes héroes (o villanos) como Ailegor y Némesis…
No, en serio, que mil gracias por estar ahí y por vuestras palabras de ánimo…
Me alegro de que la cosa os siga entreteniendo… A mí, Odran, también me gusta mucho, es una especie de Conan Wild, pero algo más humano…

Bueno, muchas gracias… sois geniales.

Ah!, otra cosa, se me olvidaba: Acabamos de inaugurar un blog (algo todavía modesto), dedicado al nuevo cómic que nos publicará Planeta el año que viene… Echadle un vistazo porque merece la pena… El trabajo de Javi Matínez (dibujante) y Manuel Cifuentes «Ciro» (colorista), en ese cómic dará mucho que hablar…
La dirección es http://duquedementira.blogspot.com/

gurguik
gurguik
27 octubre, 2009 22:22

Hola fid,siento leerte tan tarde pero no he podido hacerlo antes, como no otro relato de lujo. A ver cuando un comic de As de treboles.

José Torralba
27 octubre, 2009 23:02

Tarde, lo sé, lo sé… pero es que no he podido pararme antes a leerlo con detenimiento. Como siempre, José Antonio, una gozada. Consigues con un solo relato que un personaje que sale por primera vez nos mueva al sentimiento. Una auténtica pena su muerte (¡¿pero por qué has tenido que matarlo?! xD) y todo un hallazgo ideal para un spin off, sin señor. ¡Quiero aventuras de As de tréboles ya!

Y por cierto, hace tiempo que vengo pensando que a este Meteoro lo único que le falta para ser redondo es un enemigo de los que te definen; uno que esté más allá de capítulos y arcos y que esté ahí, siempre presente aunque esté una buena temporada sin aparecer. En este sentido espero que no te deshagas de Orlok porque es el perfecto villano pulp… un vampiro de la SS. Si saliese de ahí para asimilar los cambios geopolíticos y transformarse en una suerte de Cráneo Rojo sería un puntazo. Sea como fuere es un pedazo de personaje (y mira que es desagradable).

Seguimos con este extraño, coral y conseguidísimo arco, José Antonio. A ver como va la cosa la semana que viene 🙂

otelo
otelo
28 octubre, 2009 7:13

hola

me podrian decir un link donde puedo leer las aventuras del capitan meteoro, desde el inicio.

gracias de ante mano

Raul Lopez
Admin
28 octubre, 2009 7:17

Hola Otelo, puedes leer todos los capítulos publicados en el siguiente enlace: https://www.zonanegativa.com/?cat=717 el cual es accesible también desde la barra lateral donde pone Capitán Meteoro, si quieres cuando los hayas leído deja un comentario en la ultima entrada publicada que seguro que Jose Antonio te lo agradecerá 🙂

mag_jonas
mag_jonas
28 octubre, 2009 15:36

Ese Odran campeon!!! Vaya personaje… y menuda descendencia que tuvo!!!

Fideu
Fideu
30 octubre, 2009 10:14

Ah, por cierto: Odran no aparece en los relatos del Capitán por primera vez… Es nombrado ya en el primer capítulo, si no recuerdo mal, de la saga «Secuelas de guerra…».
Buscad, buscad…

José Torralba
30 octubre, 2009 10:40

Sí señor: «El primero en llegar, por lo que yo sé, fue el Doctor Odran, que lo hizo esposado, como casi siempre, acompañado por cuatro paracaidistas escoceses». Capitán Meteoro Cap. 9. Aunque ya que buscaba, he buscado de verdad y he encontrado referencias incluso en la mismísima introducción: «Se trata de una serie de archivos (reproducciones de escritos, dibujos, cartas, fotos e incluso facturas….), que en su día pertenecieron a Vincent F. Martin, editor, guionista y creador, entre otros, de personajes tan célebres como el Capitán Meteoro, Tozeur el Hombre de Ceniza, Cornelius “Conan” Wild o el Doctor Odran…».

Vaya ejercicio de continuidad, José Antonio 😉

Fideu
Fideu
30 octubre, 2009 11:11

Y vaya ejercicio de arquelogía Meteórica el tuyo…
Es verdad que hice mención al personaje en el prólogo también. En realidad intento, siempre que puedo, retomar personajes o situaciones apenas esbozadas en capítulos anteriores para darles más vida… ¡Cuánto aprendimos de Claremont…!