Capitán Meteoro Cap. 12: Secuelas de guerra (Parte 4, de 5)

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Por José Antonio Fideu Martínez con ilustraciones de José Antonio Fideu

Adaptación de José Antonio Fideu (con permiso de los herederos) de un guión para cómic, escrito en 1973 por Vincent F. Martin. Sería publicado, con ciertas modificaciones, dos años más tarde, ilustrado por Joe Kubert.

“Cometemos muchas veces el error de creer que los niños son seres angelicales, tan alejados de la manera de ser y de pensar del adulto, que casi podríamos llegar a confundirlos con individuos de otra especie mucho más cándida y bondadosa. Influye en esta visión de nuestra descendencia el instinto de protección innato que la naturaleza ha marcado en la mente de los mamíferos superiores, esa impronta paternal, por la cual, la salvaguarda de los hijos se convierte en objetivo fundamental del adulto que procrea. El niño, es muy al contrario de lo que se suele pensar, una suerte de ser humano incompetente en muchos aspectos, pero humano al fin y al cabo: dentro del alma del niño cabe el odio, la envidia, la furia… La diferencia estriba, quizás, en una serie de nociones que todavía no ha adquirido, eso que llamamos la inocencia infantil. Cuando un pequeño dice encontrar más agua en un recipiente alto y de sección estrecha que en otro mucho más ancho, aunque frente a él se haya trasvasado el líquido de uno a otro, no es con la inocencia con lo que nos estamos encontrando, sino con la ausencia de la noción de permanencia del objeto. Cuando el niño pega, quisiera hacer daño, quizás matar, lo que ocurre es que ni tiene la fuerza ni las habilidades para hacerlo… No puedo ver vuestros rostros, y sin embargo, estoy seguro de que ya desdeñáis mis palabras, que negáis con la cabeza y pensáis que soy un psicópata por hablar así de vuestros pequeños… sin embargo os invito a interrogaros con sinceridad, os animo a haceros preguntas y a contestarlas con franqueza… Pensad en esto: si mañana un niño, el vuestro o cualquier otro, tuviera el poder de destruir el mundo en sus manos, ¿dormiríais tranquilos…? ¿Cuánto tardaríamos en desaparecer? ¿Llegaríamos a la hora de la merienda o seríamos borrados de la existencia antes…?”.

Memorias de Alexander Ghennadi L’vóvich, el Carnicero de Kiev, el Hombre del Saco. Apéndice de la novela gráfica “Honrarás a tu padre y a tu madre”, prevista para su publicación por Phoenix Comix en la primavera de 1982, y que nunca llegó a los quioscos…

Muchas veces, a pesar de todos mis poderes, a pesar de mi fuerza y de que poseo el don del vuelo por el que muchos hombres habrían vendido su alma, desearía volver a la época en la que solamente soñaba con llegar a ser un héroe. Deseo volver al tiempo en el que era niño: el tiempo de las carreras, las risas, los juegos en la calle, los empujones, la comida a medio día con mis padres, el bocadillo sentado en el muelle de la bahía por la tarde, el tiempo de mi abuela y su pastel de carne, el tiempo de la escuela, del primer beso, del primer partido ganado, cuando todavía no había perdido en casi nada… el tiempo en el que toda la vida era un misterio que me esperaba con los brazos abiertos. Es normal, creo que hay momentos en los que todos deseamos volver allí: no había entonces dolor, ni dudas, ni arrepentimiento, y la vida era infinita…

Mi padre era maestro de escuela, pero el hombre tuvo la sabiduría necesaria como para matricularme en un colegio diferente al suyo. Fui un niño bueno, nunca di problemas y me dediqué a jugar con los demás críos y a ir aprobando las asignaturas sin demasiada brillantez, pero también sin complicaciones. Recuerdo a mis amigos de entonces con gran cariño, algunos de ellos siguen siéndolo hoy en día. Nos vemos de vez en cuando, hemos crecido y nos hemos dejado llevar por nuestras obligaciones de adulto y nuestros egoísmos particulares, pero intento siempre encontrar un hueco para encontrarme con alguno de ellos cuando puedo.

Formábamos un grupo variopinto. Obviare mi propia descripción, era un niño gordito y bastante alto para mi edad que no destacaba mucho en nada. Puede que entonces mi imaginación fuera mi mayor virtud, quizás la única verdaderamente destacable… Luego estaban Daniel Rivers, un bichejo con gafas muy listo, Ralph Azarian, el empollón de la pandilla, David Muñoz, un chaval enfermizo que vino de otro estado en sexto y del que nos hicimos todos muy amigos, y el pequeño John Huet, más conocido como “Bochica” en aquel tiempo, luego el señor presidente de los Estados Unidos. Es curioso, éramos cinco chicos normales, cada uno con una historia diferente que no acababa más que de empezar a ser contada, y sin embargo, de mayores, casi todos nos convertimos en hombres sorprendentes. Sería quizás porque ya éramos especiales entonces aunque el mundo no se diera cuenta… De todos ellos, con el que más trato he tenido durante todos estos años ha sido con el bueno de Daniel. Aún hoy nos reunimos siempre que podemos para jugar una partida a las cartas, tomarnos una cerveza y, si hay tiempo y los villanos lo permiten, cenar y hablar de mil cosas. Daniel también se convirtió en superhéroe. Durante unos años fue el campeón local de Highouse Town, su pueblo. En su familia existía una vena especial por la que corría sangre genial. Su padre fue un tío sorprendente, hizo bien todo lo que se propuso hacer bien, y Daniel y sus hermanos, heredaron de él una habilidad natural para las invenciones raras, para la mecánica, la electrónica y los apartaos en general. Ya de niños, fabricaban engendros horribles ensamblando tablas, cartón, metal y cables de todos los colores, que siempre funcionaban. Cuando Daniel cumplió los dieciocho años, se fabricó un par de alas artificiales, un arnés volador de hojalata, hierro y madera, y armado con otros mil diseños sorprendentes que había ido construyendo en el garaje de su casa, se lanzó a patrullar las calles convertido en Medbúho… Quería ser piloto, pero como no pudo, se conformó con surcar el cielo en su propio invento. Tendríais que haberlo visto, el traje era tan horrible como el nombre de batalla. Muchas veces, sin poder reprimir la risa, le he preguntado por el origen del nombre, y en cada una de las ocasiones no he podido dejar de sorprenderme: se puso Medbúho, porque pretendía ser medio buho y medio humano. Una rapaz nocturna que patrullara las calles en busca del mal para darle caza. Yo pensaba que con tal nombre y pertrechado con aquellos cacharros absurdos, no le esperaba otra cosa más que el fracaso absoluto, y tenía miedo de encontrarlo en la portada de un periódico, una mañana, tendido sobre un charco de sangre y convertido en noticia triste, pero me equivoqué. El bueno de Daniel, contra todo pronóstico, fue labrándose poco a poco una reputación como vigilante, y en los años en los que se dedicó al negocio, su ciudad fue casi más segura de noche que de día… Le obligué a modificar el diseño del traje y pasando por varias encarnaciones, el mamotreto horrible que era, se convirtió en un exoesqueleto aceptablemente estético. Creo que eso también ayudo a que sobreviviera… Se mantuvo en el mundo superherócico sólo un par de años, ya digo, pero en ese tiempo lo hizo muy bien. Un día conoció a una muchacha en una fiesta organizada por la Cruz Roja a principios de la guerra, su neneta, se enamoraron y Daniel colgó los trastos y se dedicó a vivir feliz con ella. Así de simple: se olvidó del resto del mundo y su hermano Joe le sustituyó como Medbúho. Hoy tienen un hijo y siguen queriéndose como nunca he visto quererse a nadie… Cuando él abandonó, yo todavía no había recibido mis poderes, y siempre le agradecí que me dejara participar en su aventura, aunque sólo fuera dibujando nuevos diseños para su armadura alada. Para mí, por aquel entonces, convertirme en héroe era algo impensable, y estaba seguro de que lo más cerca que estaría nunca de ese mundo que tanto me atraía de capas de colores y seres sorprendentes, sería cuando me encontrara a su lado.

A Ralph le perdí la pista bastantes años atrás. Bueno, en realidad fue él el que decidió perdérmela a mí. Durante un tiempo nos escribimos y yo lo llamé, pero llegó un día en que me cansé de buscarlo porque nunca encontraba respuesta suya. No devolvía las llamadas y parecía poco interesado en verse conmigo. Esas cosas pasan, la gente cambia y, a veces, los zapatos que te han servido para caminar durante años se te quedan pequeños. No le reprocho nada y hasta puedo entenderlo… Terminó la carrera, entró a trabajar en un banco y se hizo adulto… Con la madurez debió olvidársele todo lo vivido de niño, porque un par de veces, en todo este tiempo, me he cruzado con él por la calle y ni siquiera me ha saludado…

David Romero se fue a vivir a Dallas dos años después de llegar al colegio. Trasladaron a su padre; no pudo hacer otra cosa, hizo la maleta y, con gran pesar, emigró él también. Pudiera parecer un actor secundario en esta historia, pero no lo fue. En aquel corto período de tiempo nos hicimos muy amigos. Para mí, aunque se alejara, ha estado siempre presente… Durante un tiempo nos perdimos de vista, es cierto, pero casi veinte años después de marcharse, recibí una sorprendente carta suya en la que me hacía saber de su historia. Se había enterado de mi dirección al leer un libro sobre física que publiqué siendo profesor en la universidad y que gozó de cierto éxito entre los colegas, y sobre todo, gracias a su simplicidad y su carácter práctico, entre los estudiantes de casi todo el país. En su carta me hablaba con cariño de aquellos viejos tiempos y me relataba sus peripecias adultas. Se convirtió en un biólogo de renombre, su esposa es bióloga también… David no perteneció al cuerpo de los superhéroes, pero he sabido que sus estudios científicos sobre materia mutable están presentes en la fórmula del suero de los Hombres Cambiantes. El gobierno le compró las matrices moleculares en las que estaba trabajando y creó con ellas tres monstruos que acabaron, lógicamente, por revelarse contra la inteligencia militar… Fue en mil novecientos cincuenta y uno, lo recordaréis, seguro, porque se habló de la pelea en todos los periódicos: los tres engendros asolaron Manhattan y al final, la cosa se resolvió, como siempre en estos casos, a puñetazos… Las calles quedaron cubiertas de una materia viscosa que tardaron semanas en retirar.

Y así llegamos a John Huet. John era un niño guapo y bastante listo, el pícaro del grupo, poco estudioso y espabilado antes de tiempo por la vida, que en nada se parecía al hombre serio de hoy. Me fijé en él el mismo día en que llegó a la clase porque lo sentaron a mi lado, y me sorprendió su destreza para hacer juegos malabares casi con cualquier cosa, sin apartar la vista de la pizarra. Tenía una habilidad mágica para lograr que las bolitas de papel, las gomas y los lapiceros, volaran entre sus dedos sin errar nunca. Era sorprendente que no fuera especialmente bueno en ningún otro deporte siendo tan hábil con aquello, pero así era. Ponía afición, pero su habilidad acababa en las manos… De todos ellos, y exceptuando a Daniel, con el pequeño John era con el que más horas compartía yo. Jugábamos al béisbol por la tarde, hacíamos los deberes juntos, venía a mi casa a merendar casi cada día… al menos así fue durante unos años… John siempre quiso ser popular. Aunque no me di cuenta de aquello entonces, el deseo de sentirse importante fue siempre la guía de todas sus acciones. Creo que ha seguido siendo así por muchos años. Yo tardé en entenderlo pero la verdad es que Johnny, el niño que yo creía mi amigo del alma, por el que habría dado la mitad de mi sangre, no me quería más que por interés. Encontró en mi casa una seguridad que le faltaba en la suya, una despensa siempre llena y abierta, en mí a un ayudante fiel que le acompañaría en sus fechorías, que le serviría ciegamente, con el que podría jugar cuando sus otros amigos le dieran de lado y, además, un estatus de niño bueno del que había carecido hasta el momento de conocerme… Luego, sin darnos cuenta, crecimos. Aunque todavía con coletas, las mujeres aparecieron en el horizonte y, rápidamente, Johnny, que muy pronto sería John, entendió que tenerme a su lado le restaría puntos siempre en el juego de la aceptación… Busco rápidamente amigos más guapos que yo, más maduros y con más dinero, amigos que fumaran, y se marchó con ellos olvidándose de mí. Seguramente aquellos otros muchachos no se consagraron con la misma fe que yo a la adoración del pequeño Huet, pero creo que en el fondo le daba igual. Para él las personas eran peldaños de una escalera y las utilizaba para subir… Visto lo visto, creo que no dejó de utilizar a la gente nunca, y le fue tan bien, lo hizo con tanta profesionalidad y disimulo, que llegó a convertirse en presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

Lo importante para nuestra historia ocurrió, sin embargo, mucho antes de que el grupo se separara. Fue en el tiempo en el que nuestra sociedad estaba ya formada y unida por lazos que entonces nos parecían bien férreos. Por esas fechas llegamos a fundar un club secreto, una asociación de cinco miembros con sede y todo. En una casa medio abandonada que el padre de Daniel había comprado junto a un cementerio, montamos un garito ilegal en el que nos reuníamos todos los sábados. Organizábamos allí orgías de inocencia y risas que nos duraban toda la tarde: unos llevaban la merienda, otro un gramófono viejo con discos rayados, un tercero ponía los juegos, un parchís o una oca valía, y Jonny robaba casi siempre unas botellas de zarzaparrilla o unas tabletas de chocolate que nos servían de postre perfecto al final las reuniones… Aquel lugar y el colegio eran los dos escenarios principales de nuestras vidas. Evidentemente pasábamos más tiempo en nuestra casa, pero por alguna razón, siempre que recuerdo esa época, me vienen a la mente millones de escenas, y casi siempre transcurren en el club o en el colegio… La mayoría de las buenas en el primer sitio, algunas de las peores en el segundo.

Comentario

Siento hablar así, yo mismo he ejercido como profesor durante muchos años, pero para nosotros, entonces, los peores villanos eran algunos de nuestros maestros. Ahora que soy adulto, quiero pensar que la mayoría de ellos actuaban con buena intención, que en el fondo les movía un único interés, formarnos para la vida, una vida dura que nos esperaba más allá de los muros de nuestra escuela. Sin embargo, precisamente por eso, por que he sido maestro, he podido comprobar también que una escuela es una especie de pequeña prisión, dentro de la cual, las envidias, las pasiones, bajas, altas y de cualquier estatura, los afectos y los desafectos, son guías que mueven a los que cumplen condena allí, y no hablo solamente de los niños. En esa situación, el maestro es casi un emperador, un ser dotado de una sabiduría y una fuerza superiores, capaz de impartir justicia o de imponer el despotismo más absoluto sin que nadie pueda oponérsele… Lógicamente, si se trata de un buen profesor, de un hombre que intenta hacer las cosas bien, la vida en su clase será placentera casi todo el tiempo, pero no nos engañemos, en ese gremio, como en cualquier otro, hay mejores y peores profesionales, malas y buenas personas… Recuerdo algunas clases con horror y todavía hoy sueño con aquellos maestros de palmeta, silencio absoluto, disciplina férrea e ironía hiriente, que aprovechaban la más mínima oportunidad para descargar con nosotros el peso de sus propias frustraciones.

Los viernes por la tarde teníamos clase de lengua y literatura inglesa, las dos horas con el mismo profesor, el señor Austin. El hombre, un gigantón con aires de académico y más estirado que un tótem indio, acartonado en su aspecto y en sus modales pedagógicos, imponía un régimen de leyes cambiantes que se modificaban atendiendo únicamente a su estado de humor. Si había suerte y estaba contento, la tarde era tolerable, casi nunca buena, pero si el azar quería que coincidiese la clase con una jornada de ira, las horas se estiraban de manera interminable y sudábamos tinta tratando de pasar desapercibidos, procurando no equivocarnos al leer o al responder un ejercicio, porque, de otra manera, el bueno de Joe Austin era capaz de dejar de lado la gramática, la fonética, la ortografía o lo que tocara, para dedicarse con saña a la bronca hasta que sonara la campana. Una vez le vi partir un libro por la mitad en uno de aquellos ataques de furia… el pecado de la niña que provocó el incidente fue equivocarse al conjugar el verbo transigir.

-¡Por los clavos de Cristo! –gritaba-. Te la vas a cargar con todo el equipo, querido – y si había suerte te escapabas sin recibir un guantazo, solamente herido en el alma…

El caso es que aquel hombre, que seguramente no era consciente del daño que nos causaba, llegó a convertirse para todos nosotros en una auténtica pesadilla. Y a la presión constante que ejercía sobre nuestros tiernos e impresionables espíritus, se sumó aquel curso, el peso de las amenazas y las chulerías de los hermanos Sammer, Charlie y Xavier “El Ogro”, dos matones repetidores, que hicieron del recreo su propio reino del miedo.

Ahora, visto todo a través del prisma de la madurez, aquellos problemas pueden parecer irrisorios, pero creedme cuando os digo, que en aquel entonces eran muy serios; más de una noche me costó conciliar el sueño. Lloré, por su culpa, muchas más veces de las que me merecía… Recuerdo perfectamente la tarde en la que ocurrió todo: era viernes y John me acompañaba a casa. El plan era coger la pelota y el bate, reunirnos con los demás y echar el resto de la tarde jugando un partido. Coincidió que aquel día había sido Huet la diana de las iras del señor Austin. Aunque su reciente amistad conmigo le había ayudado a quitarse de encima el barniz de niño malo que cubría su reputación, todavía, a ojos de algunos maestros, seguía siendo sospechoso de casi todo… En aquella ocasión había olvidado el cuaderno en casa, y astutamente, nuestro profesor, intuyó que tras el fallo, lo que se escondía era una excusa del pequeño Jonny que no había hecho los deberes… La humillación duró casi un cuarto de hora, y no paró hasta que el pobre muchacho, después de disculparse de mil maneras diferentes sin encontrar misericordia para su falta, rompió a llorar…

-Si pudieras lo matarías, ¿a que sí? –me preguntó Jonny supurando ira al salir de clase-. Quiero decir, si nadie se enterara. Si pidieras quitártelo de en medio y estuvieras seguro que nunca te pillarían… ¿A que lo matarías…? -No le contesté, traté de cambiar de tema para que así aquellas palabras no cobraran la importancia que realmente tenían. Lo cierto es que quizás, de haber podido, yo también habría borrado de mi vida a aquel hombre cruel… la gran mayoría de los niños de la clase lo habrían hecho…

Armados con guante, pelota y bate llegamos al rato al descampado donde quedábamos para jugar. Aquel solar que tiempo atrás había sido una casa vieja que nos asustaba, se convirtió al perder los muros en un auténtico parque de recreo vecinal, lugar de encuentro entre los críos del barrio de una y otra pandilla, sede de desafíos cruentos a veces y de encuentros amistosos la mayoría del tiempo: allí jugábamos al béisbol, a la pelota, a las chapas, al pillao, a los indios y vaqueros, y a cualquier cosa que tocara según la moda en vigor por la fecha. Aquella tarde, ya digo, era béisbol…

La tragedia comenzó a mascarse cuando aparecieron los Sammer y algunos de sus secuaces, pidiéndonos partido. Sabíamos que jugar con ellos resultaría peligroso, que impondrían sus normas y que si la cosa se ponía fea y el marcador se desplazaba hacia nuestro lado, pronto empezaría la bronca. Además de roñosos eran unos salvajes, pero les teníamos tanto miedo, que nadie se atrevió a decir que no, y antes de darnos cuenta, nos encontramos jugando contra ellos… La cosa transcurrió con normalidad hasta el momento en el que le tocó batear a Xavier, el mayor de los Sammer. Íbamos empatados en casi todo y la responsabilidad de lanzar recayó sobre mi asustada persona. Yo nunca llegué a jugar bien, fui un niño torpe, siempre era elegido el último a la hora de hacer los equipos, y estoy seguro de que la mayoría de mis amigos pensaron al verme frente al bate de los Sammer que ya habíamos perdido. No me cabe la menor duda de que, de haber podido, me habrían sustituido sin pensárselo dos veces, y yo casi lo habría agradecido… Mi contrincante caminó con seguridad, sin prisas, llevando el palo al hombro, y se colocó sonriendo frente a mí. De repente aquel muchacho me pareció un ogro de verdad: era mucho mayor que yo, desde luego más fuerte, lucia orgulloso un incipiente bigote adolescente señal de una experiencia de la que yo carecía, y agarraba el palo con seguridad, esperando a que la pifiara… Una máquina perfectamente engrasada por la mugre del barrio, que pronto me trituraría… La pelota me pesaba un quintal y las miradas de mis compañeros todavía más. Daniel guardaba la primera base, Ralph Azarian la segunda y Jonny Huet era el encargado de la tercera… Poniendo toda mi fe en la bola, solté el brazo esperando que un milagro ocurriera, intentando no defraudarlos, pero, una vez más, me falló la fortuna… En un movimiento que habría enorgullecido al mismísimo Babe Ruth, el zafio de Xavier Sammer bateó con todas sus fuerzas y la pelota salió disparada, describiendo una trayectoria muy distinta a la que yo hubiese querido… ¡Tac! En vez de mirar a dónde había ido a parar la bola, me fijé en la cara de mis compañeros. La mitad del equipo seguía la evolución de aquel pequeño puntito blanco, nuestras posibilidades de victoria alejándose, y la otra me miraba a mí, pero todos protestaban en voz alta y sus gestos eran hoscos y acusadores… Bajé los brazos. Cualquiera de ellos habría dado ya el partido por perdido y, si les hubieran preguntado por el culpable, me habrían señalado sin dudarlo un momento… en realidad llevaban razón, el que yo hubiera hecho todo lo que había podido no era suficiente…

Y sin embargo, algo inexplicable ocurrió de pronto. El mayor de los Sammer corría ya, sin demasiada prisa, de base en base, haciendo el payaso y sacando la lengua, seguro de que la bola no llegaría a tiempo a su destino y de que podría irse a casa convertido en héroe una vez más. Sin embargo, desafiando la mayoría de leyes de la física, la pelota cortó bruscamente su avance y cayó, a plomo, justo al lado de David Muñoz a la sazón nuestro exterior de lujo. Sin pararse a pensar un momento en lo extraordinario del fenómeno, David aprovechó la ocasión y se la pasó a Huet, a quién llegó lánguidamente, como guiada por un ángel, justo un par de segundos antes de que Xavier Sammer pisara la marca del suelo… Estaba claro: Ogro eliminado y el partido para los niños buenos…

-¡Eliminado! ¡Estás fuera, Sammer! –gritó Jonny sin poder disimular su alegría…

-¡Pero qué dices! –el Ogro no terminaba de creer lo que le había ocurrido. Pronto todos sus compañeros de equipo acudieron al lugar como moscas a la miel. Ya habían vivido situaciones similares en otros campos. Sabían que se acercaba el momento de cambiar de deporte: del béisbol al boxeo callejero-. Sois unos tramposos… Esa pelota no es normal… Seguro que le habéis puesto peso…

-¿Peso? –Daniel, quizás ya un héroe por aquel entonces, se acercó al foco de la disputa haciendo lo que muy pocos nos habríamos atrevido a hacer, haciéndole cara al Ogro-. ¡Qué tonterías dices…!

-Trae a ver –inmediatamente Charles se colocó al lado de su hermano mayor. Sabía que en caso de reyerta era allí donde mejor podía estar. Se sentía siempre más valiente junto a él-. Seguro que has sido tú, Rivers… Otro invento de ésos tuyos.

-La pelota es mía –me atreví a decir-, y es nueva. No hemos hecho trampas…

Comentario

John le pasó la bola intentando ser diplomático a Xavier Sammer quién, tras examinarla sin decir nada durante unos instantes, se la devolvió de mala manera, tirándosela con encono a la cara… Fue demasiado. John Huet, un niño normal, no excesivamente valiente, se convirtió en una bestia furibunda y topó contra El Ogro. No podíamos creerlo, pero lo cierto es que así fue. Habían sido demasiadas humillaciones para un mismo día, primero la bronca del Señor Austin y ahora esto. Sin pararse a pensar en lo que le esperaba, el pequeño decidió inmolarse para salvar lo poco que quedaba de su honra… Convertido en un kamikaze, se lanzó sobre Sammer. El desconcierto de su adversario y lo inesperado de su reacción, le permitieron golpear primero… aunque no consiguió hacerlo dos veces. El matón se impuso con facilidad y una lluvia torrencial de golpes, puñetazos primero y patadas a partir del momento en el que cayó al suelo, terminó empapando el ánimo de mi amigo y apagando el fuego de su furia rápidamente. Los demás nos enfrascamos también en la reyerta intentando ayudarle, pero pronto nos dimos cuenta de que las fuerzas enemigas nos superaban en número y mala leche. Muchos de los que habían jugado con nosotros en el equipo, los que no pertenecían al club, claro, huyeron en cuanto vieron la cosa tornarse demasiado oscura. Sin embargo, la pelea periférica se interrumpió pronto. Todos, nosotros y ellos, nos detuvimos absortos ante el espectáculo que estábamos presenciando. Sammer golpeaba a Johnny sin darle tregua, con una rabia y una inquina difíciles de encontrar en un chaval de nuestra edad. La espalda de John sufrió un castigo desproporcionado y tan severo que pensé que ya nunca jamás volvería a andar. Recuerdo que llegó un momento en el que creí que lo terminaría matando de una coz si no hacía algo y me atreví a pedirle Charlie que detuviera la pelea. El otro Sammer me amenazó burlándose de mí, y siguió disfrutando de las violentas evoluciones de su hermano sin hacer nada…

Nadie lo hubiera esperado a aquellas alturas, pero, de repente, El Ogro quedó como paralizado, dejó de pelear y cayó de espaldas, saliendo despedido un par de metros, como si una mano fantasmal hubiera tirado del cuello de su camisa hacia atrás. Con los ojos abiertos como platos y una expresión de terror que procedía de lo más profundo de su alma, el perro rabioso que había sido se transformó en un cachorro asustado… No podíamos creerlo. ¿Qué había visto….? ¿Qué le había pasado?

-Eres un monstruo –fue lo único que acertó a balbucear antes de salir huyendo-. Déjame… déjame en paz…

Con el ánimo de Xavier Sammer se perdió también la moral del resto de la banda. Su hermano salió corriendo tras él, ya no era tan valiente ni la cosa le parecía tan graciosa. Los otros chavales observaron incrédulos la huida de su cabecilla y cuando lo perdieron de vista, bajaron la mirada y, dando media vuelta, sin decir ni pío, se retiraron ellos también. En nuestro bando cobramos la mayoría e incluso alguno llegó descalabrado a casa pero, a pesar de todo, sentimos que aquel día, de una manera inexplicable, habíamos vencido… Todos, claro está, menos Johnny Huet. Es cierto, el pobre salió peor parado que ninguno: le rompieron tres dientes y un brazo, y le pusieron un ojo a la funerala… los otros cardenales, los del alma, ni los cuento.

A Johny le costó levantarse, tardó un buen rato, y cuando lo hizo se quejó de mucho dolor en el brazo. Al principio temí que de verdad hubiera quedado lisiado, se movía como un muñeco roto, de manera torpe y descoordinada, y pensé que las piernas no lo mantendrían en pie por mucho rato…

-¿Estás bien Johnny? -Le pregunté-. ¿Puedes andar..? ¿Te duele la espalda?

-No, sólo me duele el brazo, creo que me lo ha roto el salvaje ése… Anda, ayúdame. Verás cuando me vea así mi padre… Lentamente nos alejamos caminando, un tullido ayudando a otro. Daniel iba delante silbando como si nada hubiera ocurrido, David y Ralph nos seguían a pocos metros, sin parar de quejarse de sus chichones…

Algún día lo mataré, Jerome –me dijo en el portal de su casa… Y tuve miedo de su mirada.

Nada reseñable ocurrió en nuestra historia en las semanas siguientes. A los tres días, Huet se incorporó de nuevo a las clases, y a partir de entonces, se repitieron los días de manera más o menos idéntica: entre juegos y libros, el tiempo pasó como siempre. Sin embargo algo sí que cambió. Ninguno de los Sammer volvió a dirigirnos la palabra ya nunca más… Nunca más, digo bien, porque Xavier Sammer vivió solamente durante los veintitrés días que siguieron a nuestra pelea, y en ese tiempo se alejó de John Huet y de todos los que estábamos a su lado como si tuviéramos la peste… Yo creí que la denuncia en la comisaría y la presión de la madre de Huet habían influido en su nuevo comportamiento, en su inusitada timidez, hasta el punto de obligarlo a actuar así, pero me equivocaba. Una mañana, a media clase, se levantó de su silla, se echó a llorar sin motivo a aparente, caminó hacia la ventana y se arrojó al vacío. Así, sin más. Estábamos en un tercero y cuando los maestros acudieron a socorrerlo a la calle ya había muerto… Su hermano huyó de la escuela ese mismo día y no volvimos a verlo jamás…

Una semana más tarde, nuestro maestro, el Señor Austin, siguió la macabra moda y perdió la vida también frente a nosotros. Como señalado por una maldición, se puso en pie, se llevó las manos a la garganta, y murió asfixiado… Así de sencillo. Cayó al suelo entre convulsiones y espasmos de dolor horribles, y nadie tuvo el valor de levantarse para ir a pedir ayuda. Cuando, al rato de haber caído, Daniel Rivers volvió con el conserje y otros tres maestros a la clase, ya era demasiado tarde. Su cabeza había empezado a hincharse y desde el más allá nos miraba a todos sin terminar de comprender lo que le había pasado… En el momento en el que los niños fuimos conscientes de lo que había ocurrido, lo que había vuelto a ocurrir en nuestras narices, la histeria se extendió entre todos nosotros adoptando pelajes muy diferentes: unos lloraban, otros cuchicheaban asustados, otros preguntaban sin obtener respuesta clara… sólo uno permanecía inmóvil, absorto en sus propios pensamientos y sin mostrar la más mínima señal de turbación: era John Juet. Seguía jugando con una bolita de papel que saltaba entre sus dedos, como si allí no hubiera ocurrido nada.

-¡Qué horrible! –le dije al salir-. Vaya manera de morir… el pobre no era tan malo. Tenía días en los que se portaba bien… y nos enseñaba mucho –John me miró sin entender mis palabras… En su expresión quedó marcada una sombra de decepción-. ¿Por qué ocurrirán cosas así…?

-Por que así debe ser –me contestó, se dio media vuelta y partir de ese día me dio siempre la espalda.

Todos estos recuerdos permanecieron sepultados en mi memoria durante décadas. Afloraron fugazmente en los años de la guerra, cuando me encontré de nuevo con John Huet, pero terminada ésta desaparecieron de nuevo. Yo, en aquella época, ya no era sólo Jerome, y él había dejado de ser Johnny hacía mucho. El Capitán Meteoro y Bandera, el autoproclamado campeón de América, se miraron sin reconocerse… Me irritó el saber que se había convertido en héroe. Aunque entonces me costara admitirlo, la verdad es que en el fondo yo estaba seguro que el destino me había elegido a mí por merecimientos propios, también a Daniel… Al enterarme de que John se había superado a sí mismo y, sin poderes aparentes, a base de trabajo y entrenamiento, había llegado a convertirse en otro superhombre, sentí celos… él nos había abandonado hacía mucho tiempo. Había huido del club, no merecía estar de nuevo en él.

Sin embargo, terminada la contienda, no me quedó más remedio que admitir su valía. Participó en varias batallas y sus gestas se contaron por docenas. Aunque siempre supe que una buena parte de aquellas historias era propaganda, y en más de una ocasión pude comprobar cómo los hechos habían sido embellecidos, lo cierto es que, a pesar de todos aquellos fuegos artificiales rojos, blancos y azules, John Huet era un héroe. Puedo dar por absolutamente ciertas la historia del fuerte en Bir Hakeim, tomado por él solo en una noche de luna llena, el asalto al castillo de los caballeros de Thule y, al menos, otros diez combates memorables en la guerra. Sin embargo, aunque el Capitán Meteoro tenía la obligación de reconocer a este campeón y de brindarle su amistad, Jerome no lo perdonó del todo… Por eso jamás le dije que bajo los músculos del héroe se escondía su compañero de escuela…

Y así llegamos a la época en la que Huet dirigió los destinos del país. Al día siguiente del atentado, mi memoria se activó de repente y, ya digo, el pasado volvió a mí de golpe, revelándose de una manera muy diferente a como yo había creído que fue. La espoleta que detonó la explosión de recuerdos fue una inesperada llamada telefónica de Daniel Rivers al anochecer.

-He estado mirando las imágenes sin parar una y otra vez. Estoy trabajando para una empresa japonesa en un aparato para grabar la señal de televisión… Como un tocadiscos, pero con imágenes –estaba muy nervioso, como ansioso por contarme algo…

-¿Y qué? Anda, no me tengas en ascuas, que te conozco y sé cuando te guardas una bomba…

-Verás, llevo años investigando un tema… pero hasta esta noche no había tenido pruebas concretas de nada…

-¿Qué tema? –Empezaba a impacientarme.- ¡Venga, Daniel! ¡Cuéntamelo …!

-Es sobre Huet… Sé que no pensarás mal de mí. Tú no. Me conoces demasiado bien y sabes que soy un patriota…

-Pero…

-Bueno, tú y yo conocemos a Huet mejor que nadie. Sabemos cómo es, de qué pie cojea…

-John Huet es el presidente, Daniel.

-Sí, pero tú te fías de él tan poco como yo…

-¿Qué pasa?

-Hoy he visto las imágenes del atentado y ¿sabes qué…? He visto una bala salir por un cañón en línea recta hacia él y regresar, sin chocar con nada ni con nadie, en dirección contraria. A velocidad normal no se aprecia pero con mi máquina sí. A un gesto de Huet, la bala ha retrocedido… Ha sido instintivo…

-¿Y qué?

-Pues que inmediatamente me he acordado de una tarde en la que jugando al béisbol, vi a una pelota hacer lo mismo… Fue aquel día en que nos peleamos con los Sammer. ¿Te acuerdas?

-Sí –empezaba a quedarme sin palabras…

-Llevo años sospechando de Johnny. Creo que él mató a Xavier Sammer y al Señor Austin cuando éramos pequeños. Ahora me explico muchas cosas. Hace años recibí una copia de un informe médico, con radiografía incluida, en la que se aseguraba que John Huet había sufrido una lesión de columna en algún momento de su pasado que debería haberle dejado en silla de ruedas. Fue una revisión de esas que nos hacían en el ejército. El médico, un coronel militar que desapareció al poco de acabar la guerra, se sorprendía de que Huet no se meara encima a diario, imagina lo que pensaría al verlo dando saltos vestido con su traje de superhéroe… Le parecía imposible que pudiera caminar, y atribuyó las capacidades de John a algún superpoder extraño. Me acordé de la paliza que le dio El Ogro en el solar aquel que había al lado de tu casa y todo cobró sentido.

-Ya veo…

-Creo, Jerome, que nos ha estado engañando durante todo este tiempo… Creo que Huet es telekinético… y un mentiroso. Ven para acá volando y te lo enseñaré todo, verás que no estoy loco.

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Némesis
Némesis
26 noviembre, 2008 9:59

Otro miércoles más, tengo que felicitar al autor. Esta narración retrospectiva deja en el aire el desenlace final de una historia cada vez más interesante: de los recuerdos de la guerra a los de la infancia, sumado a sórdidas intrigas políticas.

Fideu, sabes dosificar el misterio de esta historia como si de círculos concéntricos se tratase. Además, el Capitán Meteoro está creando una mitología narrativa que ya quisieran muchas series del mainstream.
Y si tengo que destacar algo, es esta maravillosa frase, melancólica y profunda: «Esas cosas pasan, la gente cambia y, a veces, los zapatos que te han servido para caminar durante años se te quedan pequeños«.

Como siempre, muchas gracias por compartir tus fantásticas historias con nosotros.

Pennywise
Lector
26 noviembre, 2008 11:09

Muy interesante sin duda. Felicidades

Jorgenexo
Jorgenexo
26 noviembre, 2008 11:15

Discos «rallados» no, «rayados», sí. ¿Escolapios?

José Torralba
26 noviembre, 2008 11:57

Probablemente una errata. ¡Arreglado! Lo de los escolapios no lo entiendo ¿qué has querido decir?

Por cierto José Antonio, como cada semana, excelente… aunque me tienes intrigado con cómo vas a cerrar la historia. Estoy deseando que llegue el miércoles que viene.

mag_jonas
mag_jonas
26 noviembre, 2008 14:37

Vamos!!! Este final se antoja Increible!!!

Por cierto, pedazo de ilustraciones. Lo digo  siempre, pero es que es verdad!!!

Jorgenexo
Jorgenexo
26 noviembre, 2008 15:15

No, nada: simplemente que la descripción del profesor Austin me ha resultado tan acertada, tan ajustada a mi experiencia con algún profesor en el cole (en los Escolapios, concretamente) que me he planteado la posibilidad de que esta parte del episodio se haya inspirado en alguna situación real padecida por el autor. De hecho,  en buena parte del episodio, sobre todo en las relaciones del protagonista con sus amigos de infancia y en las situaciones descritas acaecidas durante la misma (obiviando el componente telekinético, claro) me ha parecido intuir cierto componente autobiográfico o al menos de homenaje a personas y/o situaciones cercanas al autor. Vamos, como si el autor hubiera hecho uso de sus vivencias a la hora de inspirarse para escribir este episodio. Lo cual me parece perfecto. Y si no hubiera sido el caso, me lo parecería igualmente. ¿No queda, por otra parte, muy poco espacio, un sólo capítulo más, para dar respuesta a todos los interrogantes previamente planteados en esta hisotoria? Esperemos que no ocurra como en las últimas novelas de Paul Auster, con un planteamiento ambicioso y sugerente que se ve truncado con abruptas conclusiones (pienso en «La noche del oráculo» y en la reciente «Un hombre en la oscuridad»). Sea cómo sea, confío en que el desenlace sea sorprendente.

Ailegor
Ailegor
26 noviembre, 2008 19:49

Lo suponía, parece que John Huet tiene algún tipo de superpoder. ¡Lástima que no lo use para el bien como Meteoro, o que su concepto del bien sea tan particular!
¿Qué pasará en la última entrega? Creo que me voy haciendo una idea, aunque, visto lo visto, nunca se sabe.
Me parece una historia genial.
Un abrazo y hasta el miércoles que viene.

Ciro
Ciro
26 noviembre, 2008 21:22

Gracias por tus relatos,  ya no me sorprendes porque eso ya lo tengo claro desde núbilus y las demás cosas que he leído tuyas, me haces disfrutar una vez más… por eso siempre que me pidas colaboración la tendrás  un saludo a tu family.

alfonsica
alfonsica
26 noviembre, 2008 22:23

llevas razón en eso de que los niños de seres angelicales no tienen nada… y si no que nos lo pregunten a nosotros.
Esto está cada vez más interesante… me has dejado sin palabras.je,je,je

Fideu
Fideu
27 noviembre, 2008 14:23

Bueno compañeros: me alegro de que os esté gustando la historia… Espero que el final no os decepcione.
La verdad, es un placer tener este contacto directo con los lectores…
Es cierto que algo de verdad hay siempre detrás de mis personajes… por desgracia  maestros como éstos ha habido en todos los colegios.
¡Qué parecidos son…! Es una pena que su sombra  oscurezca el recuerdo de esa gran mayoría de maestros buenos, cariñosos y abnegados que se esforzaban por hacernos hombres mejores…
Ciro, muchas gracias por tus palabras. Espero que pronto podamos dar una muestra de nuestro trabajo juntos con «las increíbles aventuras del Duque Dementira…! Trabajar contigo es un placer…

Agus
Agus
28 noviembre, 2008 17:22

Solo una semana y veremos el ansiado final. Si el final se parece en algo al resto de la historia, sera un relato para no olvidar, eso seguro.

Un saludo

Ana
Ana
30 noviembre, 2008 16:30

Ya queda menos……esto cada día me sorprende más….estoy deseando leer la siguiente entrega .Saludos para todos .

kosgüorz
kosgüorz
5 diciembre, 2008 14:16

sigo fiel a la cita. muy auténtico el ambientillo del colegio. casi me ha traído a la nariz el olor de la escuela.
un abrazo

potajacion
potajacion
30 diciembre, 2008 18:44

Vaya, sin duda ninguna el episodio más emocionante que he leído del bueno del Capitán Meteoro hasta la fecha. Me recuerda a las novelas de Stephen King, casi siempre con esos flashbacks que nos transportan a la niñez de los protagonistas de sus novelas (ya sólo faltaba que estuviera ambientado en Maine, je, je…) ¿Otro personaje secundario nuevo ese ral Medbúho?¿Oiremos más acerca de sus, sin duda alguna,  extraordinarias hazañas? Queda confirmado que John Huet no es trigo limpio (en realidad, nunca lo ha sido). Gracias por estos relatos y las magníficas ilustraciones y que duren mucho más.